domingo

No puedo volver al pasado

 No se puede, no hay semejante poder en el universo que nos permita volver, no puedo volver consciente de que he vuelto, de que he dado un salto hacia atrás en el tiempo. Siento que todo esto que escribo y que todo esto que pienso no tiene ningún valor literario pero se siente muy bien estar aquí, en donde escribí hace tanto tiempo; no puedo volver al pasado pero es grato leerme y analizarme, aunque lo que haya escrito sea poquito. Leerme me remite a los momentos aquellos, a esa habitación de paredes moradas y verdes. Siento que estoy en Lucas y que basta con que abra la puerta para que todo ese mundo perfecto que habité cobre vida. Siento que todos están ahí aunque ya no sea esto cierto. Me siento bien, me siento dichoso, me siento como hace dos décadas. Siento que mi madre ronda por algún rincón. 

Leerme en sitios como éste me ha abierto la puerta al pasado pero de forma tal en la que puedo caminar sobre una superficie acolchonada. Ya no me duele leerme ni me duele saber que estaba muy triste. Más bien tomo conciencia de que estaba triste desde los 20 años, de que quizá veía cómo los demás progresaban y yo me estancaba. En algún momento la vida irresponsable dejó de parecerme atractiva; hubo entonces necesidad de salir al mundo.

Qué maravilla es la mente. Viajo al pasado, aunque sea tantito.

sábado

Entender

Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito el 11 de julio de 2020

Hoy entendí algo muy importante, que al parecer me había empeñado en negar: que nada volverá a ser como antes, que aquellos días de dicha se esfumaron para siempre y que no hay forma de hacerlos regresar, que no extraño los lugares sino a todos aquellos que los llenaron de pláticas, de risas, de compañía y de amor, que un gran porcentaje de ese espacio lo llenaba mi madre, imán de multitudes, fabricadora de sonrisas y con un carisma sin parangón, que de los amigos que tanto quise y quiero, en ese lugar queda apenas un puñado.

Hace días leí acerca de la autobiografía, en Leonor Arfuch. Ella decía que muchas veces la errancia contribuye a apropiarnos del mundo y de los lugares que vamos recorriendo, pero que también ese andar provoca que de pronto los lugares que fueron nuestros se sientan ajenos cuando volvemos a ellos.

Hoy fui a visitar a mi amigo Alan, vecino mío durante muchos años y amigo para toda la vida. La visita fue oportuna porque desperté triste. Desperté, como he hecho estos últimos meses, con ganas de trabajar en mi tesis, y así lo hice. Releí fragmentos de lo escrito anoche y mientras corregía y añadía líneas a lo hecho busqué una canción de Bob Dylan, Forever Young, que anoche escuché sin poner demasiada atención pero que quise revisar dado que Bob era uno de los artistas favoritos de mi mamá.

Forever Young es de suave melodía, con armónica y mandolina, y escrita por Bob para su hijo Jesse. Busqué la letra y me puse triste, pero después imaginé a mi madre cantándola conmigo y me puse peor. Comencé a llorar sin parar mientras oía la melodía y leía la letra, mientras la imaginaba a mi lado cantando y mientras veía la foto en donde ella, con un pantalón rojo y una blusa del mismo color y líneas blancas, se encuentra al centro y mi padre y yo a su lado. El llanto que no cesaba y que fue barnizando mi cara al grado que mis mejillas de pronto se sintieron pesadas logró que la ansiedad se apoderara de mí.

Otra vez triste, otra vez llorando, otra vez sin poder recibir consuelo de la única que podría dármelo, otra vez sepultado por la nostalgia. Fui directo a Lucas Martín aunque antes pasé a comprar cigarros para calmarme. Estando ahí decidí visitar a Alan, con el pretexto de preguntarle acerca de un crédito puesto que tengo muy metido en la cabeza el regresar a Lucas. En realidad quería estar cerca de mi mamá, de las calles que transitamos juntos, de la casa en la que vivimos durante 12 años y de los sitios que tanta felicidad me dieron. Alan y su mamá me invitaron a comer y entonces mi lamento se suspendió. Charla, anécdotas de Leonor, la madre de Alan, y una caminata con él y su perro Milo, con quien jugué un buen rato a corretearnos en un llano pastoso. Al volver a casa de Alan después de la caminata conversamos sobre las encrucijadas que nos pone la vida, sobre el adiós a nuestros seres queridos, sobre cómo nuestra condición de sujetos inmigrantes nos impiden desplazarnos por el mundo puesto que cargamos con la responsabilidad de cuidar a nuestros padres toda vez que nuestro núcleo familiar se encuentra lejos. Hablamos también de la inmadurez de nuestras parejas y de la nuestra en un pasado no muy lejano y de los errores que hemos cometido con mujeres, lastimándolas.

Y así la charla se extendió hasta que le pedí salir al pórtico de su casa para fumar, ahí seguimos hasta que llegó la epifanía: mientras Alan me contaba de los problemas con su novia dirigí mi mirada hacia la calle que me llevaba siempre a casa: derecho y a la derecha. No sé cuántas veces recorrí esa calle en la noche, después de ver a mis amigos Juan, Julio, Diana, Alan, Choco, Alberto, Adad, Zaira o Irma, por mencionar algunos. Derecho y a la derecha a partir de la casa de Alan está la que fue la mía y en donde siempre que llegaba estaba mi madre, sentada en el sillón, viendo la televisión, esperándome con su amor que siempre fue mi brújula para decirme buenas noches, muñeco, buenas noches, rey, buenas noches, pollito, esa casa que fue mi genuino hogar y de la que recuerdo cada objeto y cómo estaba acomodado, de la que recuerdo el aroma, el piso, las dimensiones, las persianas, el sonido de las ventanas al abrirlas y al cerrarlas, el sonido de la llave al ingresarla en la cerradura y el de la puerta al también abrirse y cerrarse, el de la puerta del patio, el del boiler cuando lo prendía, el de la puerta de mi habitación cuando la cerraba, el de la televisión cuando la encendía, el de la tabla roca de mi habitación cuando descansaba ahí mi cabeza, el de la puerta del baño, el del escusado cuando evacuaba, el de las llaves del lavabo, el de la puerta de la habitación de mis padres.


Pero decía que ahí, mientras Alan se desahogaba, puse mi mirada en esa calle y entendí que quizá ya no es mi lugar puesto que no está la persona que le daba vida. Me trajo recuerdos, es verdad, pero no me vi andando ese camino, y entonces entendí que todo aquello de esos años se fue para siempre, que la comunión, la vecindad y la camaradería estaría incompleta si es que logro volver. Mucho de lo que voy entendiendo o asimilando yo ya lo sé, en el fondo lo sé, pero me cuesta mucho aceptarlo hasta que no vivo totalmente la experiencia, hasta que, como hoy, tengo la certeza por entero de que esa vida se ha ido.


Pensar el dolor

Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito en los primeros días de julio de 2020


Hace tres años te fuiste.

Tengo 34 años y a veces me pregunto cómo encontrarle un sentido a mi vida. Pienso mucho en el pasado: en mi bella infancia de Saltillo y en los días maravillosos de Lucas Martín donde pude construir no sólo uno sino varios castillos de felicidad; iba de uno a otro y en todos no hice más que sonreír. El más importante era ese donde sólo tú y yo, una maravilla arquitectónica que comenzó a construirse desde que paseaba por tus adentros.

¿Cuántas noches platicaste conmigo, cuántos secretos me contaste, cuántas veces me contaste de nuestros planes, cuántas canciones me cantaste y cuentos contaste, cuánto aprendiste de la vida teniendo a un ser en tus entrañas, cuántas noches te lastimé y deseaste mi salida al mundo, cuántos sueños tuviste, cuántas veces te imaginaste conmigo, yo en tus brazos y mis labios en tus senos absorbiendo vida, por qué me tuviste si después me ibas a dejar a la mitad de mi vida, por qué nos es tan difícil asimilar la muerte, por qué no puedo llorar de corrido y sacar todo de una vez, hasta cuándo me va a durar la melancolía, la nostalgia, la tristeza, cuándo se va a terminar este suplicio que es extrañar el pasado, por qué no puedo reiniciarme, por qué no puedo echar el tiempo hacia atrás, cuántos millones de momentos de alegría te di?, dime para saber que mi existencia ha valido algo, ¿cuántos besos me diste? Dime por favor, aunque ya lo sepa, cuánto me querías.

Hoy por hoy no sé qué hacer conmigo. Desde que murió mi madre he terminado con dos relaciones, Cinthya y Norma; es un desbalance terrible el mío. Desde que murió he llorado como nunca. Durante las primeras semanas el llanto me brotaba sin que tuviera que hacer esfuerzo alguno. He deseado mi desaparición: quise un día dormir y nunca más despertar, así tal cual, ¡puf!, desapareció de este mundo, pero no se me concedió; quise y de hecho le dije a mi madre, o al cielo, o a la luna o a las nubes que por favor regresara el tiempo, que lo echara para atrás, que me transportara a los días de Lucas Martín aunque con una trampa: que por un instante supiera yo que había sido posible para que estuviera enterado de que se me había concedido. La vida no tiene sentido porque mi mundo era ella. Yo creo que así se sienten los padres cuando pierden a sus hijos, esto porque viven y trabajan, se desvelan, se enferman y ríen por ellos. Yo no sabía cuán importante era mi madre hasta que la perdí y en cierto sentido viví y estudié para ella, todo lo hice para darle satisfacciones; me habría gustado darle más, me habría gustado ser un hijo más responsable y menos débil ante las adversidades; me habría encantado que disfrutara a sus nietos.

Pero ese es un problema: estoy anclado a un pasado con el que ni siquiera puedo establecer un contacto. Todo lo que haga será por la memoria de mi madre, por respetar su legado y honrar a su grandiosa persona. Debo terminar mi tesis y cerrar ese ciclo, debo mejorar como persona y pasar a una siguiente fase de aprendizaje, debo cuidar la salud y el estado emocional de mi hoy único compañero: mi padre; debo hacer muchas cosas y vivir mi presente: ¿cuál es mi presente? Escribir mi tesis, ser feliz con lo que tengo (que no es poco) y aprenderme el camino de regreso cuando visite la vereda de ese hermoso pasado pero que al mismo tiempo es peligrosa porque en ella hay ramas bañadas de tristeza, y caer en ese entresijo es lo que menos quieres, sencillamente porque no puedes escapar sin lastimarte. Debo continuar, y así lo haré, por el sacrificio que mi madre hizo durante toda su vida para que yo saliera adelante y principalmente para que fuera feliz: ese era su objetivo, me lo dijo varias veces, “lo único que quiero es que seas feliz”. Es difícil serlo cuando lo que te hacía feliz ya no está, mamá, yo tampoco te quería dejar de ver; yo quisiera haber nacido sabio para aprovechar mejor el tiempo contigo, no es que no lo hiciera, pero es inevitable tener ese sabor en la boca de que te quede a deber. Te extraño mucho. Te amo, te quiero y si tuviera la oportunidad de verte te daría todos los besos y abrazos que no te di por mi rebeldía e inmadurez; lo más importante en la vida es la familia y lo sé hoy que ya no estás. Maldito aprendizaje. Cuando escribo de ti me duele, a tal grado que lo siento en la garganta.

La nada

Publicado el 11 de julio

Escrito en los primeros días de julio

Cuando alguien a quien quieres mucho se va de este mundo sientes como si abandonaras esta dimensión y te fueras a otra a navegar en una nada inmensa. No ves nada por la espesa niebla, que vendría a ser tu tristeza; no sientes viento correr, que vendría a ser tu desinterés por la vida, algo natural en tales circunstancias.

Durante el día es calma, no hay nada, el horizonte te ofrece una blanca nada, y al mismo tiempo navegas en otra nada de otro tipo que no ves, sólo la sientes, sabes que te está llevando su corriente, que transitas gracias a una nada que no es la otra nada espesa que no deja ver.

Llegado un momento en el que la nada espesa da tregua, puedes ver en qué te mueves: en mi caso, es un barco grande que cuando es de día no tiene nada, sólo una cubierta, no hay timón, no hay mástil, no hay gaviero que grite "tierra a la vista", no hay capitán, no hay marineros, no hay soga, no hay nada más que una lisa cubierta. No sabes a dónde vas, sólo transitas.

Desde que se fue mamá no me cuesta nada imaginarme la nada ni el escenario que acabo de describir, he pasado tardes enteras imaginándome así, envejeciendo en una nada de la que no sé nada porque no hay nadie que me diga cómo salir o hacia dónde dirigirme para encontrar un mundo en donde existan otras cosas más y no sólo la nada.
            
La noche, por otra parte, es otra cosa. Cuando el día cede su lugar, en el blanco horizonte aparecen nubarrones negros que pronto ofrecen implacables tormentas que agitan a la otra nada, la que no es espesa y sólo sientes, y entonces de la nada pasamos a un mar iracundo e inmisericorde de aguas oscuras que ponen en entredicho la inundabilidad del barco.
            
Al cual, sin que estuviese cerca de percatarme, le nacen mástiles, velas, timones, sogas, oficiales y marineros que no son otros sino figuras iguales a mi triste ser, también con lágrimas dibujadas, también con ojeras por el insomnio, también contemplativos y por tanto distraídos y en riesgo de hundirse con el barco y conmigo por no prestar atención a las labores que instruyo.

Tengo que gritar, fuerte, «dejen de perder el tiempo, nos vamos a hundir; les recuerdo que no sabemos nadar». Toda la noche combatiendo olas que no saben a nada, que cuando las ves venir sientes que te van a golpear pero llegadas estas no sientes nada, lo único de lo que estás seguro es que si tus iguales y tú no hacen nada el barco se va a hundir y entonces sí, la nada al día siguiente estará completa, pues ya no habrá barco, sólo una nada espesa, blanca, que no dará cuenta de nada.

He así imaginado a mi depresión.

El experimento

Publicado el 11 de julio

Escrito en julio de 2020


Me impresiona a veces tu elocuencia, el tiempo que te tomas para pensar o para decir algo —aunque en ocasiones ese pensamiento resulta enredado, sin embargo creo que con los años has mejorado— y la claridad de tus ideas cuando logras trabajar sin distraerte. No obstante, tienes un lado triste, un lado con zonas grises muy marcadas, hasta diría que a lo largo de tu vida has atravesado por lapsos depresivos con cierta recurrencia.

Si bien durante mis años de mayor rebeldía, o incluso hoy, chocaría con el 90 por ciento del mundo en el que crecí, por razones empíricas, porque lo que he aprendido me ha llevado a adquirir conciencia de muchas cosas que en general están mal en el mundo, añoro puntos específicos de mi vida; que creo esas podrían ser las manchas a las que refieres. Pienso que la parte fundamental de mi tristeza radica en que crecí con carencias, no hablo de las materiales, esas desde luego las tenemos todos de alguna u otra forma, según los parámetros de nuestro entorno. Me refiero más bien a carencias emocionales, no sé bien cómo expresar esto. Hasta los once años, crecí en ese entorno que, como decía, tal vez habría sido inevitable detestar: conservador, católico, machista, visceral, ansioso, alcohólico. Inevitable en tanto la suerte tal vez estuvo echada desde que los átomos decidieron que sería hijo de mi madre, quien a su vez, me confesó en alguna ocasión, sintió que dicho ambiente la asfixió y la hizo cuestionarse muchas cosas, al grado de aventurarse a tratar de cambiar el mundo. Nociones heredadas de valores o el carácter con el que se nace, no lo sé, pero estoy seguro de que en algún punto habría ocurrido lo mismo conmigo de haber vivido más años en Saltillo. Como advertí, crecí feliz y con la inconsciencia que brinda la niñez sobre todas las patologías de la sociedad. Y entonces vino el quiebre: a partir de los once años, por las circunstancias de las vidas de todos los que me rodeaban, crecí deseando tener otro padre (y en consecuencia otra familia [su familia]), con volver a mi tierra, con de nueva cuenta jugar con mis amigos o con amarrar el noviazgo que había dejado inconcluso con Denisse, mi compañera de quinto de primaria. Después soñé con vivir en otro lugar, en donde mis ideas fueran escuchadas, donde la empatía fuera moneda de cambio, donde existiera más sentido común, donde vivir a merced de la estupidez no fuera obligatorio. Creo que reflexiono mucho las cosas y no ceso hasta sentirme satisfecho, pero el proceso desgasta, ciertamente deprime, quizá de ahí tu idea de que la depresión fue una constante. Sin embargo, el hecho de reflexionar permite entender muchas cosas. Este mismo ejercicio es uno de reflexión puesto que converso conmigo a partir de un “yo” que simula ser otro que me conoce. Para elaborar esta primera pregunta traté de verme como lo haría un amigo, quizá mi “yo” preguntón remite a lo ordinario de mis amigos, a un tipo de pensamiento que no ve más allá, de ahí a sugerir lo de la depresión. En todo caso, sería la parte más ordinaria de mí, un “yo” que existió y que absorbió conocimiento, criterio y forma de ser de sus amigos, un “yo” enterrado ya, quien habría elaborado así la pregunta.

Creo que aún me falta mucho por aprender, entre más leo más menso me siento, a veces me encuentro algo en los libros y digo “esto jamás se me habría ocurrido”, o también, “por qué no lo vi de esta forma, si es tan claro”, y esto pasa con mucha frecuencia. Concuerdo en que si trabajas sin distracciones puedes hacer maravillas, yo creo que ahí radica la grandeza de los magníficos, pues apelan a la concentración.

Durante muchos años, decía, extrañé el Saltillo que dejé, lo hice muy seguido porque siempre estaba solo. Fue, a la vista de los años, como estar preso en distintas celdas de confinamiento. Solo en mi casa, solo en la escuela, solo en la calle. Vivir en esta ciudad fue durante un buen tiempo como el primer día. ¿Mi refugio? Mi imaginación y todos los juguetes que hicieron conmigo el viaje desde Saltillo (dado que aquí ya no recibí novedades) y con los que elaboré interminables guerras; los diálogos los hacía a partir de los que escuchaba en las caricaturas o en las películas. Los libros habrían sido grandes compañeros pero mi madre no se preocupó demasiado por eso; los suyos siempre estuvieron en cajas hasta que vivimos en una casa que la animó a desempacarlos; comprarme unos, adecuados a mi edad, creo no lo vio siquiera como posibilidad en tanto sus prioridades apuntaban a cosas para ella más elementales, como comida, ropa, uniformes y dinero suficiente para pagar la renta de un lugar más decoroso, que a la postre fue un departamento situado en una esquina donde en la noche trabajaban prostitutas y prostitutos.

Hechos los amigos, cuatro años después de llegar a Xalapa, dejé al fin de extrañar a mi familia y a mis amigos del norte, y quizá por eso a las nuevas amistades les perdoné tanto maltrato. Que se burlaran de mí fue una constante, que nadie me tomara en serio fue otra que se prolongó hasta mis veinte. Yo sólo quería ser aceptado puesto que en mi casa esto no se cumplía del todo, dicho así porque la única persona de la que recibí amor fue de mi madre; la otra parte se sentía en competencia y sus cuidados más bien fueron maltratos y humillaciones.

Pero decía, durante gran parte de mi vida me sentí solo (esto se agudizó, obviamente, cuando mi madre murió), esto incluye momentos de mi niñez, que teóricamente fue la etapa de mi vida en donde mayor compañía tuve, en el sentido de que en aquellos años, también, nadie más que mi madre se preocupó genuinamente por mí. A veces me dejaba encargado con mi tía Gloria (lo cual significaba convivir con mis primas Yoya, Bere y Betty, con su condescendencia, con sus reglas, con sus órdenes y su cursilería), y si bien fui colmado de atenciones (las que cualquiera que tenga corazón tendría con un sobrino) no recuerdo haber recibido cariños más allá de los clásicos “pórtate bien”, “haz la tarea”, “cómete todo” y “sube la tapa del baño cuando hagas pipí”, que más bien eran instrucciones disciplinarias. Mismo caso con el resto de la familia, de quienes no recuerdo haber recibido más que un beso en la mejilla. “Pobrecito Freddy, su mamá lo dejó por irse a trabajar”, “pobrecito Freddy, su papá se lo llevó a Veracruz”, “pobrecito Freddy, su mamá se murió”. Así, empobrecido por un mundo incapaz de cuestionarse si acaso no podría hacer algo por una persona que padece algo, uno se labra un camino.

Pero, ¿no es así el mundo? Después de todo, siempre tuviste a tus padres y siempre vieron por ti. Me parece exagerado decir que te labraste un camino cuando hay personas que realmente enfrentan adversidades. Crecen bien sea sin el padre, como hace tu hija, bien sea sin la madre, como hizo la tuya, bien sea sin ambos padres, como hacen muchas personas.

Claro, y si fueras a lo profundo del ser de todos ellos te asombrarías de lo que hay y de lo que no. Es precisamente ese razonamiento el que normaliza las agresiones de la sociedad. El hecho de que existan personas con mayores sufrimientos no invalida los que conozcamos tú o yo. Cada vida, mente y circunstancias son únicas, si tú y yo padecemos de lo mismo no nos afectará igual, si habláramos de una enfermedad, pues te diría que es porque nuestros organismos son distintos; si fuese el caso de algo emocional o que involucrara a la famosa resiliencia, sería lo mismo en tanto nuestras capacidades cognitivas y de inteligencia emocional variarían la una con la otra. Vivimos bajo los términos de una sociedad muy deshumanizada, y desgraciadamente somos parte de ella, así que a no ser que vivas con una comuna en medio del bosque, consciente y capaz de prevenir todo esto que he mencionado, es muy probable que te afecte el comportamiento de dicha sociedad sin que, como puede verse, te percates.

¿Cómo entonces elude tu historia a la depresión cuando mencionas palabras como soledad, deshumanización o carencia de empatía?

No reniego de ella sino que afirmar que ha sido una constante en mi vida me parece un poco desatinado. Reflexionar acerca de la vida no necesariamente involucra cuadros de depresión. Sí, siento nostalgia por la esquina de mi casa, puesto que ella me enfilaba hacia las casas de mis amigos; extraño la cuadra, la rutina que ofrecía, las dimensiones de mi antigua habitación, la dinámica no sólo de mi hogar sino de ese espacio lleno de vecinos a quienes podía reconocer por el sonido de la voz o por el motor de su auto. En mi caso, extraño todo eso y ser visitado por todos mis amigos toda vez que mi formación en la infancia estuvo plagada de participantes que la nutrieron. Extraño pues tanto la cuadra de Saltillo como la de Xalapa en tanto fueron para mí épocas gloriosas pues en ellas se conjuntaron mi popularidad con grupos de amigos de distintos estratos y la disponibilidad de ellos de pasar siempre a saludar.

Un viaje que se hizo en el siglo pasado


Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito en junio de 2020

Muchas veces me pongo a pensar en el hombre que terminaré siendo dentro de un par de décadas; a veces pienso en que sonrío muy poco en comparación con los años previos a la muerte de mi madre. ¿He olvidado cómo sonreír? Suelo con frecuencia recordar mi irreverencia de niño, de adolescente y de joven, más o menos como hasta los 28 años; contaba chistes, vacilaba a mis amigos, familiares y parejas, creo que en determinado momento hasta se convirtió en un sello de mi personalidad. Era ingenioso para decir tonteras que causaban risa y casi siempre estaba de buen humor. A ratos, conviene mencionarlo, me invadía una profunda nostalgia por el Saltillo que dejé y dedicaba horas y horas de mi día para recordar esas calles anchas que antes fueron desierto. Ponía música, a oscuras, y con un cigarro ambientaba el trance que me transportaba a aquellos días de dicha en donde lo tenía todo. Sin embargo nunca tuve oportunidad de conocer el fondo de la melancolía porque entre las seis y las ocho de la tarde mi madre llegaba del trabajo con todo su optimismo y buen humor a la casa; también porque estaban mis amigos y amigas, mi novia y hasta mis vecinos.

Cuando recién llegamos a Veracruz residimos en el rancho de mi abuelo, y al ser un rancho, no existían cosas tales como el jamón, la leche de caja, el cereal, el pan, los dulces y la compañía de otros niños con los cuales jugar. Sufrí regaños, burlas y hasta amenazas de golpes por no querer comer frijoles negros, comida con picante y leche de chiva. Ese primer desencuentro con el mundo me marcó para siempre. Enfado. Desesperación. Nostalgia. No me sentí comprendido por ningún miembro de mi familia más que por mi mamá.

Decidió trabajar y al contar ella con una carrera no le resultó tan difícil (quiero pensar) conseguir algo. Entró a trabajar al DIF como asistente de la secretaria de la secretaria de la esposa del gobernador Migue Ángel Chirinos y directora del DIF, Sonia Chirinos. Tanto Sonia Chirinos como Chariz (su jefa inmediata) trabajaron con ella en 1985 en las oficinas de Programación y Presupuesto; ambas eran secretarias, oficinistas que consiguieron sus empleos gracias a noviazgos emprendidos con funcionarios de aquellos años, es decir, eran las nalguitas de viejos puercos. Mi mamá en 1985 se vino a trabajar a Veracruz por intermedio de Óscar Pimentel (mi padrino de bautizo y compañero de la universidad de mi mamá), quien después fuera alcalde de Saltillo, diputado y quién sabe qué cosas más. No recuerdo si se vino a trabajar como delegada o qué pero el chiste fue que aquí cayó y las conoció.

No imagino lo que pensó mi mamá respecto de estar al servicio de mujeres que otrora época fueron ornamentos de oficinas. Mi madre sabía perfectamente sus historias y debió ser duro trabajar para ellas. Dicho esto en tanto no se trataba de personas preparadas o con estudios; sencillamente tuvieron la suerte de ser las putas de señores poderosos.
Ese empleo permitió a mi madre abastecer nuestra alacena con comida que pudiera comer, tiempo después permitió una mudanza a un departamento y la compra de un televisor a color, un estéreo, una lavadora y hasta una litera (que pedí que me compraran por si algún día mis amiguitos y familia de Saltillo venían a visitarnos a Xalapa; esto último lo recuerdo con cierta tristeza porque nadie vino hasta mucho después).

No quisiera extenderme mucho y por eso diré que mi madre sacrificó su compañía conmigo para que yo no sufriera por cosas materiales. Entendió que mi padre aquí no iba a lograr nada y decidió hacer algo por mí. El problema fue que me quedé sin mamá y sin orientación en una etapa crítica, sencillamente por las circunstancias por las que yo en particular estaba pasando. Más que una tele, necesitaba a mi mamá.

El poder de los sueños

Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito el 4 de junio de 2020


Me sentí triste, asustado y anonadado. Nunca te acuerdas de cómo comenzó, sólo te ves en una película ya empezada pero extrañamente sabes muy bien quiénes son los personajes.
El sueño empezó en la que fuera mi habitación durante 12 años en Lucas Martín. Mi mamá, como en otros sueños que he tenido, también estaba enferma, sólo que ahora habían llegado a visitarla unas personas que no me dijeron nada, simplemente se instalaron. Había 2 hombres y creo que 3 mujeres. Les dimos la habitación del fondo, la que era de mis padres; mi mamá estaba en la sala y mi papá se alojó en mi cuarto. Medio para tratar de hacer plática me acerqué a la habitación pero los invitados seguían sin hablarme, así que me metí al baño y creo que al salir pude verle bien la cara a uno de ellos. Una mujer y un hombre, ambos bien parecidos; tal vez me dijeron “hola”.

Habían llegado a casa para cuidar a mi mamá pues se suponía que estaba enferma, aunque no sé si de cáncer. Creo que me di cuenta que eran sus hijos por una indiscreción mía, escuché algo entre ellos y supe entonces que también era su madre. El sueño realmente me causó angustia. Corrí a preguntarle a mi mamá y no me dijo nada, se limitó a guardar silencio; la cosa estuvo rara porque se supone que estaba muy enferma pero no había nada en casa que denotara la gravedad del asunto. Como no me dijo nada fui a mi habitación para preguntarle a mi papá, junto a él estaba uno de los invitados, acostado, posiblemente dormido. Le pregunté a mi papá que si estas personas eran hijos de mi mamá y él me dijo que sí, que lo único que sabía era que había estado casada en Saltillo pero que no podía decirme más. Mi habitación tenía la última “configuración” que yo le había hecho: paredes rojo ladrillo, en la cabecera y pies de la cama, y un verde olivo en la pared de la puerta; la cama pegada a la ventana, la tele a los pies, un mueble para guardar ropa y un escritorio para la computadora. Salí del cuarto y me dirigí hacia la puerta principal, no sé bien a qué me salí pero era de tarde y vi las casas tal y como estaban hace casi ocho años que dejé de verlas. Al regresar, las personas (mis hermanos) habían dejado sola a mi mamá, así que aproveché para preguntarle si eran sus hijos. Me senté junto a ella en el sillón que estaba junto a la ventana y lo primero que me dijo fue “mira, ya no estoy enferma, ya me recuperé”, y yo lo único que atiné a decir fue algo como “pero cómo, mamá, si estás muer… cómo es posible”, y ella dijo “sí, mijito, ya me recuperé, mírame”, y entonces la vi maquillada, con un suéter morado. Y sí, se veía bien, saludable, con su cabello café, blanquita ella. De pronto la tarde cedió y los focos de la casa se encendieron; en el comedor estaban los visitantes y yo seguía al lado de mi mamá, sentado. Volví a preguntar si eran sus hijos y me dijo que sí, que de ellos sólo sabía mi tía Gloria, que tuvo cuatro y que estuvo con su pareja 10 años. Yo hacía cuentas (esto me impresiona, cómo diablos te pones a sumar en un sueño) y llegaba a la conclusión de que el más grande me llevaba precisamente una década. No me dijo nunca sus nombres ni quiénes de los que estaban ahí eran sus hijos; no me presentó ni nada, sólo estuvimos ahí. Una cosa que llamó mi atención es que ya de noche, en la sala, había una mesa que jamás he visto, era una mesa chiquita, redonda, café y demasiado alta para ser una mesa de sala.

No le hallo mucho sentido a todo lo que vi en mi sueño que por un momento se sintió como pesadilla, porque realmente me sentí angustiado, pero fue lindo verla bien, sana, como hace 10 o 12 años. Desperté agitado, preguntándome si mi mamá efectivamente tuvo más hijos o si, cuando menos, estuvo casada antes de conocer a mi papá.

Vida negada


Publicado el 11 de julio

Escrito el 7 de mayo de 2020

Llevo desde el 26 de marzo encerrado en casa por la pandemia del coronavirus. No sé cómo recordaré estos días pero han sido muy difíciles de sobrellevar pues estoy escribiendo mi tesis de licenciatura y además cumplo con labores de mi trabajo que realizo desde mi laptop, la misma donde trastabillo al redactar lo que será mi pase hacia la profesionalización.

Estos días se parecen mucho a los que viví hace más de 10 años en Lucas Martín: me duermo en la madrugada y me levanto al medio día para venir a sentarme a la computadora. En aquel entonces mi oficina la tenía en mi cuarto, así que bastaba con dar dos pasos para situarme en mi centro multimedia, hoy la tengo en un espacio frente al comedor, que por cierto ha quedado bastante acogedor: tengo un escritorio grande, cuadernos, plumas de muchos colores, un corcho como de un metro en donde pongo hojas con ideas que me van a llegando y una bocina muy mona con luces. Tengo hasta plantas que le dan un toque agradable a mi ambiente de trabajo.

En aquellos años mi vida era bastante monótona, como ahora, y por lo tanto el tedio se hacía presente en ocasiones, sin embargo, para romperlo, contaba con mi madre, con la cual pasaba las noches platicando, viendo películas o cocinando. En segundo orden estaban mis amigos, a los cuales veía un rato en la noche entre semana o bien casi todo el día durante los fines. También estaba Zaira, mi novia, con quien redescubrí el amor después de haber perdido a la que, siento yo, debió ser mi pareja presumiblemente hasta la muerte.

Cuando sentía que el mundo era hostil conmigo, volvía a ese refugio que era mi habitación, que guardaba mi otra vida: la digital, donde estaban mis películas, mi música, mis juegos y mis amigos virtuales.

A veces mi papá llegaba borracho a casa y eso provocaba que dejara de acompañar a mi mamá en la sala. A veces mis amigos se excedían —en cuanto a la duración— en su castre, como llamaban ellos al ejercicio de disminuirme mediante bromas. Y con Zaira, que me adoraba, de pronto me aburría pues hablaba muy poco (era cuatro años mayor que yo y creo que hoy me parezco a ella respecto a lo serio o silencioso). Así que con cierta recurrencia me recluía en ese espacio maravilloso de cultura y fraternidad, que no podía sellar porque la perilla de la puerta fue colocada al revés y el seguro quedaba afuera.
Cuando llegamos a Teodoro A. Dehesa 147 a principios de diciembre de 2000, lo primero que hice fue pedirle a mi mamá permiso para pintar mi habitación con colores que no fueran blanco o beige, como habían pintado la casa mis padres. Elegí morado y verde. De morado las paredes donde quedaban mi cabeza y mis pies, respectivamente, de verde la que quedaba a un costado mío, pegadita a la cama y justo debajo de la ventana, y la que estaba junto a la puerta la dejé blanca. Recuerdo haber ido a la colonia Revolución, a Comex, a comprar los botes. Era una tarde nublada, con el chipi chipi xalapeño, característico de aquellos años. Me había cortado el pelo de forma tal que me quedaban unos copetones en la parte de arriba y de abajo lo tenía cortito, también traía un chaleco azul y mis pantalones eran guangos (así los usé durante muchos años), así que seguramente los del fraccionamiento pensaron que a su rumbo había llegado un vago, pero no, sólo era un niño que quería usar pantalones guangos como sus primos norteños y copetes a la Edward Furlong de Terminator. De regreso me fumé un cigarro y al llegar a casa mi mamá me dijo “eh, fumaste, verdad, jejeje, el cigarro es muy apestoso”.

Ella estaba feliz en su nueva casa, aunque fuera alquilada. Y estaba contenta en tanto ésta se encontraba en Lucas Martín, que era muy parecida a la saltillense Oceanía Bulevares. El ambiente lo percibíamos agradable, con gente ligeramente más educada que la otra que fue nuestra vecina en nuestra segunda casa en Xalapa (de vecinos teníamos prostíbulos, talleres mecánicos y también, a partir de cierta hora, prostitutas y prostitutos justo afuera de nuestra esquinera residencia. La zona era Rafael Lucio). Mi mamá la fue amueblando: compró primero un refrigerador que jubiló al viejo y único refri que había visto en mi hogar hasta entonces, también adquirió una alacena de dos piezas, una canastita multiusos para la cocina, una televisión Sony de pantalla plana (no confundir con las modernas de plasma, eran principios de la década de 2000), una cortina de baño (esa sí fue totalmente nueva para mí porque nunca habíamos tenido una), y varios años después de vivir ahí, una sala café y un mueble de madera que lo mismo fue mesita para la tele que librero y almacén de mugre y telarañas. También, creo que en ese mismo diciembre en que llegamos, pusimos persianas en lugar de cortinas y yo sentía al fin un nuevo comienzo desde que llegamos a Veracruz en febrero de 1997.
Me sentía pues en un hogar.

Fui en Lucas Martín muy feliz. Hice amigos (los considero amigos a pesar de cómo se portaron en ocasiones conmigo), amigas y conocí a Zaira. Ahí conocí a fondo el sexo: ahí se me apestó la entrepierna de tanto coger con Zaira, ahí casi traicioné a Julio puesto que estuve a punto de tener sexo con Diana, su novia de adolescencia, y, también, ahí embaracé a Karina. Ahí recibí recados de mis vecinas y fui cortejado por algunas ex novias de mis amigos: las Irmas, la de Juan y la de Alberto; Fabiola, la ex de un amigo de Alberto; Dafne, mi vecina de enfrente y Karla, la chica más desarrollada y bonita de la cuadra pero también la que tenía al novio más bravucón (que además era mucho mayor que yo).

La pantalla

Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito el 24 de abril de 2020


En 2003 regresé a Xalapa después de cinco meses en los que no hice más que fumar, dormir, viajar, comer y extrañar a mi mamá. Ya en casa, en mi habitación, en mi cama, los días de aburrimiento llegaron. No recuerdo mucho de esos primeros días, salvo aquel en que mi mamá se hincó a llorar mientras yo estaba acostado en el sillón largo de la sala. Había recuperado a su hijo pero existía el riesgo de perderlo porque la riña de la que había sido protagonista proseguía ahora en forma de demanda por oficio, es decir, no se requería de la presencia del demandante; el Estado consideraba necesario castigar lo que había hecho y a eso nos ateníamos mi madre y yo.

No recuerdo tampoco mucho de lo que me dijo en aquella ocasión de su llanto. Me dijo que la perdonara (no entendí por qué hasta que estuvo convaleciente) y que me quería mucho. Yo sólo atinaba a decir que no llorara, que todo iba a estar bien.
Jugaba muchos videojuegos de futbol, específicamente el Winning Eleven, después Pro Evolution. Recuerdo haber fabricado en el juego a futbolistas superdotados: altos, fuertes, calvos, de cabellera negra, rubia, con tacos de colores; fabriqué uniformes y puse a mis equipos nombres peculiares. Mis uniformes casi siempre implicaban al negro y al rojo, al blanco y al azul, y a veces al verde con blanco.

Estimo que si llegué en abril de 2003, mi madre debió haberme comprado mi primera computadora en octubre de ese año. Era una Acer de gabinete blanco con azul, misma combinación en las bocinitas; blanco únicamente el monitor, el teclado y el mouse. La pusimos en mi cuarto, encima de un mueble blanco para guardar ropa que nos dejó mi tía Sonia cuando vivió con nosotros en Saltillo. No teníamos internet así que la usé poco al principio. Tiempo después, tal vez en diciembre de ese año, me compró un escritorio que me duró como hasta los 29 y lo acomodamos en una pequeña estancia que tenía la casa de Lucas Martín; luego contrató servicio de internet y mi mundo cambió. Fue posible descubrir música que de otro modo nunca habría escuchado, también descubrí la pornografía (yo comencé a masturbarme ya tarde, a los 17 años, y digo tarde porque recuerdo haber escuchado de mis amigos que lo hacían desde los once o doce años), y el chat.

A partir de ese diciembre de 2003 mi vida cambió, pues trasladé una parte al plano digital. Ahí permanecí hasta que fui a la universidad. Chateé primero con mis primos, con algunos amigos y luego con muchísima gente a la que nunca conocí personalmente. Tuve cibernovias, ciberamigos y ciertamente una cibervida. Se abrió paso entonces una dualidad. La vida digital, ahí en ese mundo virtual, impedía que me molestasen, que se burlaran de mí, que me humillasen. Es algo que me ha costado admitir pues es duro ver cómo te trataron tus amigos y los que creíste que lo fueron. Yo callaba, a veces reía nerviosamente, sentía cómo crecía mi inseguridad. Siempre me consideré inocente, algo ingenuo, sin mucha malicia, y las tonteras que llegué a cometer fueron por defenderme. Nunca fui malintencionado ni quise dañar a nadie.

El Negro y Alberto solían callarme apenas y decía algo; recuerdo que con ellos solía salir a dar la vuelta en el coche del padre de Alberto: era un Cutlass gris, y al principio siempre viajaba atrás porque el Choco quería irse adelante, no sé si para sentirse importante o nada más para chingar. Apenas subía a ese auto y se me ocurría decir algo recibía diversas ofensas, las más comunes eran «dices puras pendejadas», «no digas mamadas», «cállate que te apesta el chipo»; para ese par, y para muchos otros amigos, yo era raro, era una cosa de amor-odio-desesperación la que tenían por mí, pero siempre intuí que fue por su inmadurez, no teníamos la misma cultura ni las mismas lecturas, no escuchábamos la misma música y ciertamente no veíamos las mismas películas, tampoco las palabras que empleaba tenían la misma carga semántica, algunas, desde luego, pero todo eso causaba extrañeza. Yo no podía decir nada porque rápidamente alguien lo tildaba de tonto. Con Julio y Juan, la otra triada de la que formé parte, fue lo mismo en determinado momento: para ellos yo no tenía credibilidad y siempre sentí que mediante bufonadas podía salvar esos momentos en que confabulaban para atacarme psicológicamente, para ellos dos todo lo relacionado con mi persona fue motivo de burla. Ni siquiera Zaira, la mujer con la que más tiempo he durado, fue capaz de ser totalmente humana conmigo, pues en ocasiones también fue grosera, aunque a decir verdad, después de mi madre, ha sido la mujer que mejor me ha tratado.

Nunca me puse a pensar hasta hoy en los efectos invisibles de todas esas agresiones, de hecho, como ha podido apreciarse, nunca me puse a reflexionar sobre algo de mi vida, muchas de las cosas que me pasaron se quedaron ahí, pero ciertamente ha sido muy interesante todo lo que he podido traer de mi memoria.

No recuerdo haber llorado por algún comentario o por alguna de las muchas ofensas que me hicieron, pero sin duda calaron hondo. Yo sólo quería agradar a mis amigos, a esa familia que había elegido y que sin embargo también me rechazaba. Sólo anhelaba cariño, porque buscaba que alguien que no fuera mi mamá me quisiera. Es duro decir esto porque justo en este momento, en este 24 de abril, recién acabo de terminar con mi novia, bueno, ahora ex, Norma, precisamente por la cuestión de las agresiones que ha dirigido a mi persona; desde luego no ha entendido y se ha excusado diciendo que yo le respondí igual: pues claro, le contesté, no sé qué esperas recibir si agredes a alguien. Con el tiempo me he vuelto insensible, básicamente porque lo han sido y en demasía conmigo, y ello me ha valido decirles adiós con cierta facilidad a muchas personas que quise y que quiero. En su momento terminé a Zaira por grosera, por apática; a Karina había que terminarla sí o sí puesto que está loca, lastimosamente tengo una hija con ella; a Katia también hubo que decirle adiós, por su histeria, por su clasismo, por su codependencia; a Cynthia por su agresividad, por su sistema tan tonto de querer manipular, por su ofensivo aparato controlador, por ser una persona sin criterio, sin pensamiento crítico, por ser una desclasada e ignorante sin conciencia de nada puesto que convaleciente mi madre me exigía tiempo y luego, cuando murió, osó decirme que me estaba encerrando en mi dolor y que no le estaba prestando atención, así que la corté y no me arrepiento para nada de mi decisión. De hecho, me agradezco mucho por haberla terminado y doy gracias también a ella por no haberme aceptado cuando flaqueé y le pedí que volviéramos. A Norma le aguanté varios comentarios pero hubo uno que pisoteó mi autoestima y ahí se acabó el encanto, al grado de que me dejó de parecer atractiva.

Cosas que me despedazaron un poco fue darme cuenta que cuando nos presentamos por separado en el juzgado el Negro, Chore, Cagón, Hampton y yo, todos me echaron la culpa, como si no hubiesen participado, como si no hubiesen golpeado, como si Negro y Hampton no hubiesen sido los principales agresores en esa riña. Ahí me di cuenta de que esos no eran mis amigos, pero bueno, yo me había ido a Monclova, así que podría entender su actuar, sin embargo faltaron a la verdad, lo cual me decepcionó mucho. Hoy sólo mantengo un distanciado contacto con el Negro.

También recuerdo un día en que toqué la puerta de Julio, me asomé por la ventana de su cuarto y alcancé a ver cómo se ocultó para no abrirme. Me parece que estaba molesto porque le había develado a su novia de entonces, Diana, que yo ya sabía que ellos tenían sexo y que no había por qué avergonzarse. Julio lo tomó mal y se molestó conmigo. A causa de eso, yo entendí que no era obligación mía abrir siempre la puerta a mis amigos, así que cuando no quería verlos, recordaba lo que había hecho Julio conmigo y no me acercaba a la puerta cuando escuchaba el retumbar de los nudillos de los compas en mi puerta. Hasta ese momento, quise mucho a Julio.

Los quise a todos. Los quise hasta que fueron malos conmigo. Y no había razón: querer impresionar, querer sentirse superior, argumentar que “solo te estaba molestando”, es “broma de cuates”, “nada más es castre”, querer forjar una imagen a costa de la autoestima de tus amigos no es una razón; enojarse y no darse cuenta de lo que se dice, tampoco.
Así que ese mundo virtual fue ciertamente una salvación. A Zaira la conocí en ese diciembre de 2003 y para febrero de 2004 ya éramos novios. Durante seis años compaginé esas dos vidas, y fue posible porque la gente hizo lo propio: estudió, trabajó y salió a divertirse entre semana. Yo me recluí y me dediqué a chatear, a jugar billar en línea a través de Yahoo!, y ahí conocí y platiqué con infinidad de personas, experimenté el cibersexo, supe lo que se sentía platicar con alguien y verla por una cámara, y escuché grupos de rock y de metal que hicieron que me desvelase la mayor parte de esos días. Mantuve una amistad de muchos años con Alberto del DF, Ada Nesne de Ensenada, Rolando Cepeda de Escobedo Nuevo León, Sabrina de Monterrey, Rosy de Estados Unidos, interactué con mucha gente de la que no recuerdo nombres, sólo caras. Fue maravilloso, aunque también malo. Recuerdo que no salía mucho de casa, sólo los fines de semana.

Mi vida ahora mismo, por la pandemia, se parece mucho a la de aquellos años, me la paso sentado frente a un monitor, esperando que la vida transcurra. La diferencia es que ahora, llegado el fin de semana, no veo a mis amigos. Julio se fue, Juan ya es papá, Alberto está en Chihuahua, al Negro, aunque lo aprecio mucho, no me apetece verlo, Alan solo me busca cuando necesita algo, Zaira está casada y mi madre ya no llega a las seis de la tarde del trabajo para hacerme compañía.

Esto comencé a escribirlo el 24 pero los últimos párrafos los he desarrollado durante la mañana del 25. Digo esto porque en la madrugada de hoy, me dediqué a ver documentales de rock, específicamente uno de VH1, Heavy, la historia del metal, y me di cuenta que ese tipo de cosas me siguen haciendo feliz. Es un documental de 2007 y verlo sin duda me remontó a mi habitación de Lucas Martín. Yo, acostado en mi cama, con esa tele Sony gris a mis pies, y las paredes de mi cuarto moradas y verde. Fue lindo volver a sentirme ahí, en ese mundo perfecto que construí.

Amigos


Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito el 13 de abril de 2020

Vivo a dos kilómetros de Lucas Martín, el fraccionamiento donde residí casi 12 años. Vivo también a más de mil kilómetros de Oceanía Bulevares, Saltillo, donde estuve 10. En ambos lugares fui muy feliz, los dos sitios tenían una estructura similar: casas pequeñas con un pequeño jardín en la entrada, un patio diminuto al lado de la cocina; en ambas casas tuvimos árboles fuera de ellas, un trueno en Manila 205 y una araucaria en Teodoro A. Dehesa 147. Las calles eran más estrechas en Lucas Martín y ciertamente más deterioradas, creo que por tanta lluvia.

Tanto en Saltillo como en Xalapa tuve a mis compitas a unos cuantos pasos. En Manila siete casas me separaban de mis mejores amigos y en Teodoro dos cuadras. De ambos fraccionamientos emanaba un aire de camaradería, todos me conocían y de igual forma a todos saludaba. En ambos lugares, muchas veces, no tenía que salir de casa para romper la soledad. En Manila eran Quique, Pepe, Orlando, Zinhué, Jetsavéh, el Güero, de Manila; Rodrigo, Denisse, Ada, Carlos, Lupillo, Rodrigo, Nayeli, Orlando Javier; Orlando Cruz y Omar, de Formosa; Luis Noé y Miguel Ángel.

En Teodoro eran Julio, Juan, Toño, Zaira, Alejandro, Alan, Abdí, el Enus, el Pope, Adad, Fidel, Abraham, Isaí, Diana la exnovia de Julio, Vicky la exnovia de Abdi, Irma la exnovia de Juan, Irma la exnovia de Alberto, los Chepes, Fer, Sandy y su primo, Iván Ilhuicamina, los Amados, Armando el Peruzzi, Iker el negrito, el Cuñao y su hermana Nelcy y la otra que no me acuerdo cómo se llama pero que estaba enamorada de mí, Dafne mi vecina de enfrente, Memo, la Suleika a la que casi desquinto, Dulce, Julieta, Gretel, Hiram, Nacho, el Piedra y su hermano Samuel, Fer el gordillo que vivía al lado de casa de Nacho, los Marcos, el Aijor, el Ovidia, Beto e Isael, el Kiwi, todos ellos de Lucas; el Negro, Alberto, Pool, el Hampton, el Cagón, el Chore, el Amaury, los Josvan, y también Fabiola, Miriam y Rocío.
            
Con todos pasé formidables momentos y con todos ellos reí. Creo que lo que me tiene así es el distanciamiento de todos.

jueves

Un maldito azar y la venganza

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito el 16 de abril de 2020

En junio de 1996, un año después de la muerte de mi abuelo Justo, imagino yo que las cosas en casa apenas se estaban asentando.

En ese junio yo estaba por concluir el cuarto grado de primaria y había recibido mi cinta naranja en el karate (era muy feliz), mi padre en su trabajo se movilizaba para formar un sindicato de operadores, en tanto que mi madre batallaba con una depresión causada por la partida del viejo (la recuerdo triste, escuchando durante las tardes cassettes que grabó mi abuelo, llorando medio a escondidas. No me acuerdo de las canciones y no sé dónde quedaron esas cintas).

La vida, pues, transcurría en el desierto. Mi padre, después de haber sido campesino durante toda su vida, se había encontrado en Saltillo con un mundo tan fenomenal como peligroso: una ciudad ya inmensa en aquel entonces, con miras a la industrialización, pero que, como muchas otras, no era capaz de otorgarle calidad de vida a todos sus habitantes, creando acelerada y desordenadamente espacios llenos de miseria.

Todos sus compañeros de ruta tenían apodos y algunos adicciones a la mariguana, a la cocaína, a la heroína y, naturalmente, como buenos norteños, al alcohol. Los apodos, sobrepuestos en un entorno netamente obrero, de barrio, de cierta marginalidad, eran una maravilla semántica: el Catrín, el Ropero, la Pata, el Bañao, el Azuceno, entre otros que ahora no me vienen a la memoria. A mi papá le decían el Sureño (claro, por ser de Veracruz; de hecho mi padre nunca lo asoció con algo negativo pero en realidad lo estuvieron ofendiendo muchos años) o Cadena (su segundo apellido), mientras que su patrón, Mario Tijerina, le decía el Borrao por tener unos ojos medio caídos que sin duda heredé.

Trabajaba mucho y por ello casi nunca estaba en casa. Antes de ser chofer en el transporte urbano estuvo en un rancho a las afueras de Saltillo (un poblado que de hecho ya era Nuevo León y que se llama San Rafael), que exigía igualmente mucho tiempo, esto en determinado momento le causó problemas con mi madre pues debía permanecer en ese rancho varios días a la semana. Yo era aún un bebé y por tanto no recuerdo haber vivido tal circunstancia. Durante esa temporada vivimos en Saltillo 400, esa colonia a donde iba con Diana a probar aquello del amor.
            
Fue el padre Mario Molina, tío de mi tío Jorge, quien le consiguió ambos empleos. Era un cura muy respetado por la comunidad saltillense.
            
En el norte suele decirse que «jalo de primera», o que «ando jalando en segunda», y los más desdichados, que «jalo en tercera». Mi papá, jalando de primera, se despertaba a las cuatro de la mañana, dos horas y media antes de entrar a su turno, para hacer una corrida clandestina que le permitiera ganarse un extra («la vida en aquel entonces era muy cara; la comida era muy cara en Saltillo», me dice hoy). Y así, con unos pesos ya en la bolsa, comenzaba su turno. Vueltas y vueltas que iban de una periferia desértica y pobre hacia el centro de la ciudad y viceversa. Si le tocaba jalar en primera, su turno terminaba a la una de la tarde y a las dos ya estaba en casa. Casi siempre llegaba a comer y después dormía. Si jalaba en segunda, tenía que cubrir de la una a las ocho o nueve de la noche. Misma ruta, diferentes sombras que dibujaba el sol.  En ocasiones lo acompañé y supe de una formación de colonias que en nada se parecían a la mía. Valle Escondido, la Anáhuac, la Guayolera, todas ellas páramos de caminos terrosos y chipotudos puestos a fuerza por las llantas de los camiones; y a los lados, casas de adobe, lejos de la vía, algunas con anuncios pequeños de Coca Cola, denotando pues que eran tienditas. Siendo periferia, era natural que albergara cierto mal: en tales colonias había una plaga de pandilleros que se subía en bola a los camiones sin pagar (ésta la más inofensiva de sus acciones).


Hablamos de finales de los 80 y de principios de los 90. En el norte se había reproducido mucha de la cultura de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, incluida su moda. Solían usar sudaderas, gorras, playeras y pants de equipos de basquetbol, beisbol y futbol americano. Los equipos más populares en aquel entonces fueron los Toros de Chicago, de Michael Jordan, los Dodgers de Los Ángeles, de Fernando Valenzuela, y los Raiders de Oakland, que no tenían en aquel entonces una figura mediática pero sí gozaban de prestigio (por haber sido en los 70 y en los 80 un equipo ganador de superbowls y conformado por jugadores ciertamente extrovertidos y que se distinguieron por ser bastante rudos dentro y fuera del campo —en México Fernando Von Rossum les puso el apodo de «los Malosos de Oakland» por esa razón) y de los efectos de la empatía de la gente, sencillamente porque el equipo era portador de colores y logotipo singulares: el jersey era negro en tanto que el logo estaba compuesto por un pirata con un parche en el ojo, y qué mejor símbolo de rudeza que lo negro y lo pirata. Pero tal vez esa no fue la causa por la que los pandilleros de Saltillo tomaron a los Raiders de Oakland como referentes de moda y estilo.

El grupo de rap n.w.a. (Niggaz With Attitude), de donde salieron Ice Cube, Dr. Dre y el finado Eazy-E (hay una película sobre ellos que más o menos complace a la experiencia estética, que se titula Straight Outta Compton), se apropió de los colores y de todos los souvenirs de tal equipo precisamente para dar una apariencia de rudeza a todos sus miembros, pero también para dar una respuesta al racismo y al abuso policial del que fueron víctimas en determinado momento. Así, contestaron a la discriminación no sólo con un color negro revestido de coolness que evocaba a las Black Panthers de los 60, también emplearon canciones como Fuck the Police y todo en su conjunto no fue sino el símbolo de una comunidad que veía imparable el incremento de ejercicios de discriminación y de violencia hacia con ella.

Pero como pasa con todo movimiento social, sobre todo si proviene del reino del capitalismo, la cosa se desvirtuó y tanto los colores como el logo de los Raiders de Oakland realizaron la transición hacia la cultura popular, dejando en el camino la intención que en principio tuvo el uso de las prendas. Fue así que comenzaron a usarlas por igual blancos racistas y latinoamericanos despatriados, ninguno de ellos enterado del todo del movimiento de N.W.A., llegando la ola de esa moda hasta los mexicanos inmigrantes, que cuando tuvieron oportunidad de volver a las fronterizas ciudades de México llevaron las cachuchas y las chamarras gigantes de esos negros enfadados a las calles de todos nosotros.


Tuve mi primera gorra de los Raiders gracias al descuido de un cholo que la olvidó en un camión que papá conducía. Desde luego se trataba de una copia, comprada seguramente en la pulga, pero la amé durante muchos años. Era negra y bordadas tenía las letras «Raiders» en amarillo, en la parte frontal; a un costado los años en que fueron campeones (sólo tres veces y así permanecen) y al otro, el logo del pirata; en tanto que la parte interna de la visera era verde. Siempre la usé al revés, como los pandilleros, y siempre me dijo mi padre que me la pusiera bien. Y siempre que salí de su vista la acomodé hacia atrás. Después, por otro descuido de otro cholo, tuve una sudadera de los Chicago Bulls, también pirata: gris el fondo y unas líneas rojas que lo atravesaban, y al centro, el logo: un toro rojo con cara de enojado. Me la tuvieron que arreglar porque me quedaba muy grande; también la amé. Y, finalmente, después de mucho de insistir, en la pulga (el tianguis saltillense donde el obrero compraba sus prendas), vi cómo mi padre pagaba lo equivalente a varios días de trabajo por una gorra de los Raiders blanca con partes grises y negras, con un balón de futbol americano y un logo gigante al frente bordados.

Yo abracé, sin saberlo, a una cultura que después sería agresora de mi padre y explicaré por qué.

Óscar, el Chiquilín, era un compañero de mi papá que no despertaba muchas empatías, me parece que por su origen, creo que era de San Luis Potosí. Por ese chovinismo norteño, todo lo que está al sur de los estados fronterizos no es bien visto, por tanto, era normal que al Chiquilín no lo aceptaran. Pero a mi padre, que tenía otra cultura, ciertamente menos viciada, no le importó y estableció amistad con Óscar, a tal grado que en alguna ocasión, cuando el nexo fue más fuerte, el Chiquilín invitó a comer a mi papá a su casa (una comida que quedó pendiente por siempre), y además, seguramente en algún descanso entre ruta y ruta, le contó de cierta condición médica de su pequeña hija: tenía problemas en el corazón.

Cuenta mi padre que como nadie quería al Chiquilín, nadie quería trabajar con él, es decir, nadie lo quería ni adelante ni detrás en la ruta. Sólo mi padre lo aceptó. El chiquilín le dijo: «déjame trabajar contigo, lo voy a hacer bien».

No sé cuántas semanas o meses llevaba fraguándose esa amistad, pero ciertamente se cortó de tajo. Un día de junio mi padre hizo la parada en las afueras de un hospital en donde la esposa y la hija enferma de Óscar subieron al camión.

Las saludó y emprendió el camino.  

En Valle Escondido dijeron «en la parada, por favor». La niña y su madre descendieron. Mi padre, enterado de que sus pasajeras habían llegado a su destino, arrancó sin percatarse que la niña había escapado de la mano de su madre, arrollándola y causándole la muerte. Un chofer que venía detrás de mi papá llegó a los pocos minutos. Le dijo: «vete, Cadena, vete porque te van a trabar 20 años en el bote». Mi papá sabía muy bien que había sido un accidente y decidió quedarse.

«Me encerraron en una celda con un montón de malandros y pensé que me iban a madrear, ya después me cambiaron a otra en donde estuve ligeramente más tranquilo». Mi madre, mi tío Jorge y uno de sus hermanos, Raúl; su patrón Mario Tijerina y demás personas pronto se dieron a la desesperada tarea de ayudarlo. Me parece que llevaba preso un día cuando a los separos llegó el Chiquilín, destrozado, para retirar los cargos.

—Estás libre, cabrón. Y no quiero que me vuelvas a hablar.
—Pero fue un accidente, yo no tuve la culpa.
—Ya te dije que no quiero que me vuelvas a hablar. No te quiero ver. Y si me vuelves a hablar te parto tu madre.

La niña y su madre habían descendido en Valle Escondido porque ahí vivía una de sus abuelas e iban a visitarla. Y no sólo la abuela, había otros parientes, como la Crema, tío o primo de la niña. Un pandillero al que mi papá describe como «un tipo feo, con tatuajes en la cara, con una cola de caballo que le llegaba a la cintura; tenía marcas de varicela en la frente, la tenía bastante desmadrada, y aparte estaban sus cicatrices, tenía muchas, de que nomás se andaba rompiendo la madre con cualquier cabrón. Ese era un pandillero y no chingaderas. Siempre se subía sin pagar, él y todos los malandros que lo acompañaban».

Libre mi padre, sus compañeros lo llevaron a emborracharse (también fue mi tío Jorge). Había que celebrar su renacimiento. No creo que hubiese sido, ya no digamos lo justo, lo correcto, sin embargo así fue. Pronto, después de unos días de descanso, mi padre volvió a la ruta.
            
Los intentos de asalto se habían convertido en algo común. Los choferes, de origen tan marginal como los mismos pandilleros, solían danzar con ellos en los pasillos de los autobuses, una danza que involucraba precisos movimientos para evitar los filos de los cuchillos. Y así, cuidando que los pies no chocaran con las patas de los asientos puesto que ello significaba una peligrosa caída, los choferes, más bragados que sensatos, disputaban con los cholos la ganancia del día. Javier, un señor blanco, greñudo y barbón del que no recuerdo su apodo, solía defenderse de los pandilleros pero también establecía con ellos falsas amistades para así ganárselos y que fuese más remota la posibilidad de sufrir, en su caso, intentos de asalto. Fue Javier quien le advirtió a mi padre que la Crema planeaba matarlo. Javier trató de persuadirlo diciéndole que «el Sureño es buena persona, no te metas con él, además el Chiquilín le dio el perdón, no te metas en pedos».
            
Pasados tres meses, mi padre continuaba haciendo su trabajo, tratando de pasar el trago amargo que supuso causar accidentalmente la muerte de una menor. En septiembre de ese mismo año, una noche, en la última vuelta, en Valle Escondido, cuatro cholos, entre los que no estaba la Crema, se subieron al camión, obviamente sin pagar. Mi padre condujo con cierto temor durante un buen tramo hasta que finalmente pasó lo inevitable: con el pretexto de quitarle el dinero, comenzaron a golpearlo. Papá logró levantarse de su asiento y empezó a repartir golpes, pero no estaba tan curtido en el mañoso arte de la pelea callejera, así que en un descuido, por no saber danzar, cayó al suelo y los cholos fueron sobre él. Rompieron sus lentes y acuchillaron su espalda. No sé si algo los asustó o la inclemencia no llegó a sus cabezas pero se fueron, dejando a mi padre en el suelo.
            
Recuerdo el día posterior: yo desde el marco de la puerta del baño viendo a mi padre yéndose de casa con una camisa gris y un pantalón de mezclilla azul, con un folder en la mano. Se fue a declarar los hechos al ministerio público.
            
Pero nada en la periferia se queda sin saldar. Enterados los compañeros de lo que le había pasado a mi padre, decidieron llenar un camión con hombres armados con ladrillos, bates de beisbol, cadenas y demás artefactos madreadores. Fueron a clamar venganza dos noches después del asalto en Valle Escondido: rompieron ventanas, puertas y las caras de los agresores de mi padre. Aquí sí creo que fue justo mas no correcto, y mucho menos legal, sin embargo así fue.
            
Ocurridos tantos sucesos ciertamente traumáticos, no fue raro que papá comenzara a ver en el horizonte la posibilidad de cambiar de aires. Pronto en su cabeza se instaló la idea de dejar Saltillo, idea que fue reforzada por la constante presencia en el camión de la Crema, que seguía subiéndose sin pagar y sentándose en los asientos del medio con sus compinches. Mi padre cuenta que tales momentos fueron de mucha tensión, porque advertido ya por Javier, pensaba  que en cualquier momento iba a ser atacado, así que con muchísima recurrencia tenía que ver por el espejo para asegurarse de que la Crema seguía sentado.
            
En febrero de 1997 mi padre renunció puesto que la mudanza a Veracruz era ya un hecho. Mario Tijerina trató de convencerlo, ofreciéndole incluso un cambio de ruta, pero a mi padre ya le habían advertido otros, no sólo Javier, que la Crema no desistía en sus intenciones de matarlo. Así que un cambio de ruta no iba a ser efectivo, dice hoy él, porque me habrían seguido a donde fuera, esos cabrones andaban por toda la ciudad, asaltando a los choferes cuando tenían oportunidad.
            
Así que hoy puedo entender perfectamente lo de la cachucha al revés: que mi padre me viese vestido como ellos seguramente le generaba un corto circuito.

Y entonces así fue: un maldito azar y la venganza destruyeron el reino de nuestra familia.

Triste

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito el 2 de abril de 2020

Mucho tiempo renegué de todo y de todos: de mi papá, de la escuela, de mi madre cuando me di cuenta que justificaba la violencia de mi padre, de un primer grupo de amigos cuando me di cuenta de su hipocresía, de su analfabetismo y nulo interés en ayudar a los demás, después de otro grupo de amigos cuando en ellos noté cierta maldad, cierto placer al molestarse entre amigos. Luego me di cuenta de la nula educación de mis vecinos y en las mujeres empecé a ver cierto dramatismo que también comenzó a molestarme, sin embargo nunca me alejé de ellas, sencillamente porque era un chico de 18 años y el sexo me tenía loco. Al trabajar, supe de ese abuso de los patrones y de la desigualdad que día a día se marca entre empleado y empleador, y así, mientras convivía con el mundo me di cuenta de lo distintos que éramos.

Hoy me doy cuenta que después de tanto reniegue de mi parte, desdeñando compañías, puedo decir que disfruté a cada una de las personas con las que estuve; a ratos rompieron mi soledad y creo que de todos aprendí algo. Hoy, después de algunos años, daría lo que fuera por volver en el tiempo; no hace mucho dije lo mismo cuando escribí acerca de Diana, supongo que me está pasando aquello que dicen los psicólogos de que extrañar al pasado es peligroso en tanto no te deja gozar del presente, pero es que mi presente ahora mismo es desértico. La diferencia mayúscula entre el ayer y el hoy radica en que ya no veo a mis amigos y ya no está mamá conmigo, toda vez que sigo pasando mucho tiempo en casa. Me queda únicamente la compañía de mi viejo, que sé muy bien un día no muy lejano va a partir, y cuando eso pase ¿qué? Mi vida quedará replegada a convivir con libros, y está cool, pero socializar es importante. Lo sé muy bien. Tener y ver a mis amigos me salvó, seguramente, de depresiones más severas cuando dejé de estudiar entre los 16 y los 22.

Lo cierto es que no sé cómo hacer para integrarme al mundo cuando cargo todavía con un dolor muy grande. He tratado, lo juro que he tratado, sin embargo, cuando las cosas no van bien, de lo único de lo que tengo ganas es de recluirme. Me gusta mucho soñar y a veces, en ese ejercicio, se cuelan mis recuerdos, y entonces dejo de desear el futuro y permito que se plante mi pasado. A veces me pesan mucho las vidas que no tuve, las vidas que me fueron arrancadas y las posibles vidas que yo maté con mis acciones. Norma un día me dijo que parezco un muerto que no demuestra emociones ni frustraciones, que no dice nada, que vive en automático, y tal vez tiene razón. Estoy muerto porque he perdido muchas vidas, y de todas me lamento. Lamento no haber crecido en Saltillo, y también lamento haber sido cruel con mis amigos, aun cuando ellos lo hayan sido conmigo, impidiendo esto tal vez prolongar la amistad con muchísimas personas; lamento haber perdido las esperanzas con mi familia cuando se rompió y no haber convivido más con mis padres; lamento esa otra vida académica que pude tener de muy joven y no tuve hasta de grande; lamento haber comprometido mi futuro y mi paz mental al tener una hija con la persona menos indicada; lamento lo que fue y lo que no de mi vida; pero lo que más lamento es esa otra mitad de mi vida en la que no estará mi mamá, qué duro es, en serio. No es que tenga pensamientos suicidas pero a veces pienso en que no me importaría morir, no hay muchas cosas ya en este mundo que me importen, sólo mi padre, algunos amigos y mis ganas de aprender, es difícil aprender si estás muerto, así que de preferencia hay que permanecer con vida. Entonces sí, de tantas vidas que he perdido, raro sería que no parezca muerto.

En la primaria, en Saltillo, le temí a un niño llamado Rogelio desde que golpeó mi estómago; vagamente recuerdo que quise impresionar a una niña retándolo, pero más que reto era un juego, él no lo entendió así y ello me valió saber lo que se siente que te saquen el aire. Después, ya en Xalapa, le temí a otro cuyo nombre no recuerdo, sólo me acuerdo que era pelón y que jaloneó mi cabello para después comenzar a llamarme piñata. En la secundaria fueron varias las agresiones, primero comenzaron a decirme maricón (nada más por defender a un compañero de un montón al que no le pareció mi acto), después Giovanni, uno de mi salón, atacando por la espalda, me tiró al piso porque según él yo había agredido a una amiga suya; posteriormente, chicos de preparatoria quisieron golpearme por ser novio de Carmen, una chica que llamaba la atención por sus pechos, así que puedo decir que casi me golpearon por protuberancias que ni siquiera estaban plenamente desarrolladas; luego, otro más, por otra chica que ni siquiera me gustaba. Hay más, desde luego, pero en otra oportunidad escribiré de ellos. En casi todos esos escenarios lloré de miedo, porque no había quien me defendiese y porque ciertamente yo no sabía conducirme violentamente, ni con palabras ni con madrazos. A eso había que añadir que en casa mi padre tenía cuando menos dos años que me golpeaba (a partir de los 11), no con recurrencia, pero digamos que cuando llegaba a desesperarse no dudaba en emplear la fuerza, desmedidamente, debo decir, porque llegó a romperme los labios, a pegarme con cables o a destruir artefactos como el ventilador cuando no controlaba lo que hacía. En la calle fue igual, con jóvenes que, tratando de demostrar su frágil hombría, intentaron usarme para hacer efectivo su ritual de iniciación social masculina a base de golpes.

Y así hasta que se fueron todos a la verga cuando cumplí 14. A mi papá un día le hice saber que nunca más me pondría un dedo encima (nunca le pegué, pero lo sometí varias veces y una vez incluso le puse la rodilla en el cuello para que no pudiera levantarse, lo insulté y por temporadas dejé de hablarle); mis amigos y los desconocidos de la calle supieron con qué facilidad pueden sangrar las cejas y con cierto arrepentimiento confieso que hubo otros a los que dejé inconscientes puesto que los golpeé alcoholizado. Incluso a Julio, un amigo que es para mí como un hermano, un día lo azoté contra el piso después de que me pegara una patada que ni me dolió y que por tanto debí dejar pasar. Julio rengueó durante una semana por esa violencia absurda.

Y a pesar del párrafo anterior, lo cierto es que a veces creo que el mundo ha sido un tanto hostil conmigo. Creo que mi desprecio y mi violencia hacia con el mundo fue inevitable en tanto éste fue estúpidamente inclemente. En esos años, mi entorno me enfermó y yo lo maté a golpes (casi literalmente en una ocasión), llevándome ello, sin remotamente desearlo, al comienzo de mi muerte lenta, que define lo que hoy soy, toda vez que la violencia no forma parte de mi esencia, fue algo adquirido que tuve que emplear para defenderme y que sin embargo terminó por afectarme.

23:20 h. Y entonces concluyo, media hora después de escribir todo lo anterior, media hora después de reflexionar sobre lo que acabo de sacar, que si durante todos estos años he estado muriendo, ciertamente ha sido porque he estado enfermo: de nostalgia, de enojo y de tristeza. Esto es importante, porque creo que nunca fui tan al fondo de mi conciencia, y si bien ahora mismo no se me ocurre una solución para lo que me está y ha estado pasando a lo largo de mi vida, al menos ahora tengo detectado el origen, y quizá por ahí encuentre la forma de otra vez sonreír genuinamente, de mirarme al espejo y tener la certeza de que todo está bien; ya no de engañarme ni tratando de llenarme de objetos o de personas que no necesito.

Y a esta conclusión he de dar gracias a mi madre, que me dio tantos consejos, que me regaló tantas noches de charla, de cátedra. A la que quisiera traer de vuelta para aprovechar al máximo su ser, para darle todos los besos que no le di, para oler y tocar ese antebrazo que tanta seguridad y paz me transmitía, para escuchar su risilla, para ver películas juntos, para cantar y bailar las de Creedence, Beatles y Red Hot Chilli Peppers. Se me cierra la garganta cada que escribo sobre ella, a tal grado que me duele. Sin embargo, considero necesario continuar con este ejercicio, pues me permite sacar cosas de muy, muy, muy adentro.