Publicado el 9 de julio de 2020
Escrito seguramente entre febrero y marzo de 2018
Naturalmente,
en poco más de un año no he puesto mucho esfuerzo en recordar el día en que mi
mamá murió. Ese día lo tengo en mis registros como borroso y carente de
sentido.
El desenlace de la pesadilla que
significó el declive de mamá lo dieron las palabras «no pudimos hacer más por
ella, cuando llegó aquí ya había fallecido», y yo lo sabía, cuando faltando un
minuto para llegar a la clínica dejó de respirar. Llegamos en el coche papá,
Cinthya y yo. Entré a pedir una camilla, un inútil intento de todavía hacer
algo. Un enfermero salió y vi cómo levantaba y sacaba del auto lo que minutos
antes fue mi madre. No sé cuánto tiempo pasó —seguramente nada— pero de pronto
dijeron su nombre y entré, me esperaba un médico (mujer muy amable) que pidió
hablar en un pasillo contiguo al área de emergencias. El nudo lo tenía en la
garganta desde que salí de casa con mi moribunda madre pero ya estando ahí
apenas y podía pasar saliva. Cuando el médico me dio la noticia los colores de
lo que yo veía cambiaron su tonalidad y tuve que sentarme en una camilla que
estaba detrás de mí; como pude expliqué que mi mamá había estado asistiendo a
la clínica a sesiones de hemodiálisis y que «hoy íbamos a venir a las nueve, como
siempre, pero se empezó a sentir mal». Además del cambio de colores también
creí ver que las cosas se deformaban y que el pasillo era entonces kilométrico.
Probablemente me bajó la presión.
No sabría describir lo que sentí en ese momento pero creo
que por un instante también me quise morir, irme ya con ella. «Que nos
entierren juntos en Coahuila, de donde nunca debimos partir. Que me lleven vivo
y a ella muerta y que allá me maten o me ayuden a matarme». No voy a sentirme
tan desdichado como aquel día, y a esa certeza agradezco a mi mamá, pues sé que
nunca más en la vida volveré a sentarme cara a cara con la reina de las
tristezas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario