Escrito en abril de 2020
Recuerdo
haber visto un comercial hace algunos años en el que un muchacho llegaba tarde
a casa y su mamá siempre lo esperaba en la cocina. Elipsis: la figura de la
madre se desvanece y una noche, al llegar de fuera, cae en cuenta el chico que
ya no la tiene. El anuncio desde luego mandaba un mensaje que ahora me retumba
en la cabeza.
Últimamente he pensado
mucho en Saltillo y en cómo hubieran sido nuestras vidas (las de mis padres y
la mía) si nos hubiésemos quedado. ¿Me habría metido en tantos problemas como
acá? Seguramente no, aunque ya me fascinaba escuchar historias de los cholos,
héroes locales de los niños que mirábamos asombrados cómo rondaban por nuestro
barrio, de pronto fumando sus cigarros, de pie, al costado de las casetas de
teléfono.
También
he imaginado cómo hubiera sido mi vida si a los 16 años (ya viviendo yo en
Monclova y viajando constantemente a Saltillo para ver a Diana, mi novia de
entonces, mi primer amor) hubiese decidido establecerme con ella (tal vez los
hijos que ahora tiene serían también los míos). He dedicado minutos en días
recientes para recordar ciertos momentos en los que, afirmo sin empacho, fui
genuina e inmensamente feliz.
Nuestras vidas siempre
transcurrieron paralelamente y no lo supimos hasta que nos «conocimos», bueno,
más bien nos reencontramos, porque habitamos el mismo espacio durante varios
años. Aunque ahora que lo pienso, pues sí, nos conocimos, aunque nunca tuvimos
plena consciencia de la existencia del otro durante nuestra infancia. Fuimos al
mismo kínder y a la misma primaria y siempre nos tocó en salones distintos. En
segundo de preescolar yo estaba en el B
y en tercero en el A, y en la
primaria siempre estuve en el B. No
recuerdo haberla visto y mucho menos haber interactuado con ella. Seguramente
cruzamos miradas en algún recreo o nos vimos en algún desfile del que
participamos. De niño era frecuente que visitara la iglesia que está por la
calle en donde vivía con sus padres, así que por probabilidad seguro nos vimos
pero no lo recordamos.
He deseado tener el poder de
regresar el tiempo al 2003, momento en el cual pude haberle dado un giro positivo
a mi vida. Volver a mi infancia sería inútil porque la decisión de dejar
Saltillo en ese momento (febrero de 1997) no recaía en mí sino en mis padres,
más bien en mi papá, que deslumbrado por una oportunidad de una vida mejor y
por la añoranza de su tierra decidió que viviéramos en Xalapa. En el 2002,
antes de decidir en dónde iba a continuar con mis estudios, pude optar por vivir
en Saltillo y no en Monclova, aunque seguro habría sido complicado dado que era
yo un huerco de 16 años, sin casa propia donde vivir, sin dinero y demasiado
menso creyendo no serlo. Habría tenido que vivir con mis tíos y mis primas, a
los cuales amo, pero con certeza digo que fácil no hubiera sido por las
restricciones a las que se somete un invitado en casa ajena, tal y como pude
comprobar durante mi estancia en Monclova. Sin embargo, creo que si hubiese
tomado tal decisión, tal vez no estaría deseando nada y viviría el sueño que
tengo ahora, de estar con Diana y con nuestros hijos (sé que se lee mal y
seguro si lo digo en voz alta es peor).
He deseado tener el poder de volver atrás, aunque con cierta
trampa, cierta ventaja: volver en el tiempo sabiendo lo que hoy sé. Lo he
deseado con mucho ahínco y hasta con cierta esperanza en lo sobrenatural para
que sea posible, porque de pronto he recordado cosas que viví con Diana, las
cuales había olvidado, o escondido puesto que la quise mucho y tal vez así el
lamento no me pesó durante más tiempo cuando cometí la tontería de dejarla so
pretexto de la distancia que nos separaba, dado que volví a Xalapa a finales de
abril de 2003 (así es, mi revuelta por el mundo duró cinco meses, uno menos de
los que aguantó Miguel Hidalgo entre 1810 y 1811. Lolz)
Primero, decir que tres años después
de dejar Saltillo, en unas vacaciones de semana santa, es decir, en marzo o abril
de 2000, con 13 años, conocí (o reconocí) a Diana por intermedio de una de mis
primas, Betty. Eran muy amigas, creo que por la música. Mi prima cantaba y
Diana tocaba la guitarra, me parece que en el coro de esa iglesia a la que
asistí con recurrencia en mi niñez, primero por aquello de la confirmación,
luego por el catecismo y la comunión. Nos conocimos y nos gustamos; no recuerdo
mucho salvo que toda mi familia me molestaba con el hecho de que tenía yo una
noviecilla (y de hecho no lo era, sólo nos gustábamos). Era primavera y por
tanto eran días calurosos. Betty molestaba a Diana con que tenía el busto muy
grande y yo todo menso me limitaba a observar sin hacer mucho por defenderla.
De ese primer encuentro no recuerdo si nos besamos, pero los días que pasamos
juntos me hicieron sentir muy bien, querido y especial, porque acá en Xalapa la
cosa no andaba muy chidongonga en términos de sociabilidad. Creo que en esas
vacaciones mi papá se embriagó como de costumbre y terminó peleándose con la
familia de mi mamá, así que la experiencia del amor veraniego se me terminó
antes de lo previsto cuando el furibundo hombre nos llevó de vuelta a Xalapa.
Más de dos años pasaron y las cosas
en Xalapa no pudieron para mí ir peor, como he detallado en el relato más gordo
de esta memoria (fuck, man, ¿memoria a los 33 años? Bueno, continúo). El 1 o 2
de noviembre de 2002 emprendí camino hacia Monclova con la esperanza de
redirigir mi corta vida (ya consumía drogas y tomaba con cierto exceso). En
Monclova el recibimiento fue fenomenal y me sentí, otra vez, querido y especial
y tomado en cuenta por personas dispuestas a ayudarme. Se suponía que iba a
estudiar pero más bien me fui a recluir, como bandido en la cueva, por la
estupidez que acá cometí. Mes y fracción después, mi mamá fue a verme a
Monclova y me sentí completo, pues estaba con toda mi familia, no me hacía
falta mi papá. Era un momento perfecto. Fiestas decembrinas de por medio, fui a
Saltillo con mi madre a visitar a esos tíos con los que pude haber vivido
(Jorge, mi figura paterna en mi niñez, y Gloria, mi segunda madre y a la que
debo el pleno aborrecimiento del caldo de res). Eran vísperas de Año Nuevo, tal
vez 26 o 27 de diciembre. Lo primero que hizo mi prima Betty al llegar yo con
mi mamá fue proponerme buscar a Diana, para que nos viéramos, pero no recuerdo
ese encuentro. Sin embargo, al día siguiente, un 27 o 28 de diciembre, salimos
a solas y paseamos por las calles cercanas a su casa. No sé cuántas horas
pasaron pero salimos en la tarde y nos metimos en la noche. El momento más
bello de ese día fue como a las 10 pm: teníamos frío (yo, con un chamarra
gigante roja, y ella con una chamarra de mezclilla): estábamos sentados (yo la
había envuelto en mi chamarrota) en unos escalones diminutos (confesándome que
me estuvo esperando en cada vacación desde el 2000 mientras yo babeaba por su
preciosura), y ahí, en una esquina, entre Hawai y Sumatra de Oceanía Bulevares,
la colonia donde crecí, cerca de la tortillería a la que me mandaban de niño, a
tres cuadras de la casa donde comenzó a acumular imágenes mi memoria, nos dimos
nuestros primeros besos y le pedí que fuera mi novia. Yo no creía que una chica
tan hermosa se fijara en mí (esto, claro, porque venía arrastrando mi
autoestima cuando menos un par de años). Días después, Diana y mi madre se
conocieron y mi jefa dijo lo que yo ya sabía: que era una muchacha muy bonita
(yo creo que se imaginó que me iba a quedar en Saltillo con semejante belleza).
Pasado el Año Nuevo, partió mi madre
para Xalapa y yo para Monclova.
Posteriormente, fui a ver a Diana a mediados de enero, y
después a finales; luego, a principios de febrero y otra vez a mediados cuando
murió mi tía Magda, esto ya en el 2003; luego en marzo un par de veces más
hasta que llegó el jodido abril, cuando tomé la decisión de afrontar el juicio
que había dejado pendiente en Xalapa. Pero ya me desvié del motivo por el que
he comenzado a escribir esto: de tanto recordarla salieron en cascada muchos
episodios que mi memoria guardó en el almacén, en la sección de «cuidado, rompe
el corazón». Hay uno muy especial, que espero el tiempo no suprima. Estábamos
enamorados, tontamente enamorados: a veces, en su casa, acostados en el sillón
de la sala, yo fingía estar dormido y ella no cesaba de darme amor, me besaba
toda la cara mientras me apretaba la espalda; nadie me ha hecho sentir lo que ella
con sus besos aprovechados. También recuerdo que en una pequeña colonia —contigua
a aquella en donde solía vivir— llamada Saltillo 400 se encuentra la calle
Baldo Cortez (estos datos de aprendiz de cartógrafo que estoy lanzando no los
registré en el momento en que pasé por ahí hace 17 o 18 años; es gracias a
Google Maps y a su bendito Street View que puedo dar nombres; las rutas desde
luego me las sé, por eso di fácilmente con las calles), y en una de las casas (al
lado derecho —viéndolo desde Google Maps— del núm. 168) hay unas largas
escaleras con una cuesta no muy pronunciada que aprovechábamos para sentarnos,
reclinarnos un poco —yo en el borde de un escalón y ella en mí— y admirar, sin
mucho esfuerzo para el cuello, el cielo, puesto que la calle igualmente tenía
cierto declive. Era cosa nada más de recargarse tantito. Esos momentos de
contemplación (en plural, porque fuimos muchas veces a sentarnos a esa
callecita), en donde por horas le buscamos formas a las nubes, al tiempo que
tomábamos cualquier pretexto para llenarnos de baba las caras, hoy figuran
entre los más bellos de mi vida, no sólo por su pureza y transmisión de paz, sino
por la inmensa manifestación de amor que Diana y yo tuvimos el uno con el otro.
Cierro los ojos y la veo recostada en mi abdomen, y, arriba,
ese azul del desierto, con nubes conejudas, pequeñas y tímidas, que ni un
chubasco nos dieron.
Cierro los ojos y veo las
nubes.
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