Escrito en julio de 2020
Me
impresiona a veces tu elocuencia, el tiempo que te tomas para pensar o para
decir algo —aunque en ocasiones ese pensamiento resulta enredado, sin embargo
creo que con los años has mejorado— y la claridad de tus ideas cuando logras
trabajar sin distraerte. No obstante, tienes un lado triste, un lado con zonas
grises muy marcadas, hasta diría que a lo largo de tu vida has atravesado por
lapsos depresivos con cierta recurrencia.
Si bien durante mis años de mayor
rebeldía, o incluso hoy, chocaría con el 90 por ciento del mundo en el que
crecí, por razones empíricas, porque lo que he aprendido me ha llevado a
adquirir conciencia de muchas cosas que en general están mal en el mundo, añoro
puntos específicos de mi vida; que creo esas podrían ser las manchas a las que
refieres. Pienso que la parte fundamental de mi tristeza radica en que crecí
con carencias, no hablo de las materiales, esas desde luego las tenemos todos
de alguna u otra forma, según los parámetros de nuestro entorno. Me refiero más
bien a carencias emocionales, no sé bien cómo expresar esto. Hasta los once
años, crecí en ese entorno que, como decía, tal vez habría sido inevitable
detestar: conservador, católico, machista, visceral, ansioso, alcohólico.
Inevitable en tanto la suerte tal vez estuvo echada desde que los átomos decidieron que sería hijo de mi madre,
quien a su vez, me confesó en alguna ocasión, sintió que dicho ambiente la
asfixió y la hizo cuestionarse muchas cosas, al grado de aventurarse a tratar
de cambiar el mundo. Nociones heredadas de valores o el carácter con el que se
nace, no lo sé, pero estoy seguro de que en algún punto habría ocurrido lo
mismo conmigo de haber vivido más años en Saltillo. Como advertí, crecí feliz y
con la inconsciencia que brinda la niñez sobre todas las patologías de la
sociedad. Y entonces vino el quiebre: a partir de los once años, por las
circunstancias de las vidas de todos los que me rodeaban, crecí deseando tener
otro padre (y en consecuencia otra familia [su
familia]), con volver a mi tierra, con de nueva cuenta jugar con mis amigos o
con amarrar el noviazgo que había dejado inconcluso con Denisse, mi compañera
de quinto de primaria. Después soñé con vivir en otro lugar, en donde mis ideas
fueran escuchadas, donde la empatía fuera moneda de cambio, donde existiera más
sentido común, donde vivir a merced de la estupidez no fuera obligatorio. Creo
que reflexiono mucho las cosas y no ceso hasta sentirme satisfecho, pero el
proceso desgasta, ciertamente deprime, quizá de ahí tu idea de que la depresión
fue una constante. Sin embargo, el hecho de reflexionar permite entender muchas
cosas. Este mismo ejercicio es uno de reflexión puesto que converso conmigo a
partir de un “yo” que simula ser otro que me conoce. Para elaborar esta primera
pregunta traté de verme como lo haría un amigo, quizá mi “yo” preguntón remite
a lo ordinario de mis amigos, a un tipo de pensamiento que no ve más allá, de
ahí a sugerir lo de la depresión. En todo caso, sería la parte más ordinaria de
mí, un “yo” que existió y que absorbió conocimiento, criterio y forma de ser de
sus amigos, un “yo” enterrado ya, quien habría elaborado así la pregunta.
Creo que aún me falta mucho por
aprender, entre más leo más menso me siento, a veces me encuentro algo en los
libros y digo “esto jamás se me habría ocurrido”, o también, “por qué no lo vi
de esta forma, si es tan claro”, y esto pasa con mucha frecuencia. Concuerdo en
que si trabajas sin distracciones puedes hacer maravillas, yo creo que ahí
radica la grandeza de los magníficos, pues apelan a la concentración.
Durante muchos años, decía, extrañé
el Saltillo que dejé, lo hice muy seguido porque siempre estaba solo. Fue, a la
vista de los años, como estar preso en distintas celdas de confinamiento. Solo
en mi casa, solo en la escuela, solo en la calle. Vivir en esta ciudad fue
durante un buen tiempo como el primer día. ¿Mi refugio? Mi imaginación y todos
los juguetes que hicieron conmigo el viaje desde Saltillo (dado que aquí ya no
recibí novedades) y con los que elaboré interminables guerras; los diálogos los
hacía a partir de los que escuchaba en las caricaturas o en las películas. Los
libros habrían sido grandes compañeros pero mi madre no se preocupó demasiado
por eso; los suyos siempre estuvieron en cajas hasta que vivimos en una casa
que la animó a desempacarlos; comprarme unos, adecuados a mi edad, creo no lo
vio siquiera como posibilidad en tanto sus prioridades apuntaban a cosas para
ella más elementales, como comida, ropa, uniformes y dinero suficiente para
pagar la renta de un lugar más decoroso, que a la postre fue un departamento
situado en una esquina donde en la noche trabajaban prostitutas y prostitutos.
Hechos los amigos, cuatro años
después de llegar a Xalapa, dejé al fin de extrañar a mi familia y a mis amigos
del norte, y quizá por eso a las nuevas amistades les perdoné tanto maltrato.
Que se burlaran de mí fue una constante, que nadie me tomara en serio fue otra
que se prolongó hasta mis veinte. Yo sólo quería ser aceptado puesto que en mi
casa esto no se cumplía del todo, dicho así porque la única persona de la que
recibí amor fue de mi madre; la otra parte se sentía en competencia y sus
cuidados más bien fueron maltratos y humillaciones.
Pero decía, durante gran parte de mi
vida me sentí solo (esto se agudizó, obviamente, cuando mi madre murió), esto
incluye momentos de mi niñez, que teóricamente fue la etapa de mi vida en donde
mayor compañía tuve, en el sentido de que en aquellos años, también, nadie más
que mi madre se preocupó genuinamente por mí. A veces me dejaba encargado con
mi tía Gloria (lo cual significaba convivir con mis primas Yoya, Bere y Betty,
con su condescendencia, con sus reglas, con sus órdenes y su cursilería), y si
bien fui colmado de atenciones (las que cualquiera que tenga corazón tendría
con un sobrino) no recuerdo haber recibido cariños más allá de los clásicos
“pórtate bien”, “haz la tarea”, “cómete todo” y “sube la tapa del baño cuando
hagas pipí”, que más bien eran instrucciones disciplinarias. Mismo caso con el
resto de la familia, de quienes no recuerdo haber recibido más que un beso en
la mejilla. “Pobrecito Freddy, su mamá lo dejó por irse a trabajar”, “pobrecito
Freddy, su papá se lo llevó a Veracruz”, “pobrecito Freddy, su mamá se murió”.
Así, empobrecido por un mundo incapaz
de cuestionarse si acaso no podría hacer algo por una persona que padece algo,
uno se labra un camino.
Pero,
¿no es así el mundo? Después de todo, siempre tuviste a tus padres y siempre
vieron por ti. Me parece exagerado decir que te labraste un camino cuando hay
personas que realmente enfrentan adversidades. Crecen bien sea sin el padre,
como hace tu hija, bien sea sin la madre, como hizo la tuya, bien sea sin ambos
padres, como hacen muchas personas.
Claro, y si fueras a lo profundo del
ser de todos ellos te asombrarías de lo que hay y de lo que no. Es precisamente
ese razonamiento el que normaliza las agresiones de la sociedad. El hecho de
que existan personas con mayores sufrimientos no invalida los que conozcamos tú
o yo. Cada vida, mente y circunstancias son únicas, si tú y yo padecemos de lo
mismo no nos afectará igual, si habláramos de una enfermedad, pues te diría que
es porque nuestros organismos son distintos; si fuese el caso de algo emocional
o que involucrara a la famosa resiliencia, sería lo mismo en tanto nuestras
capacidades cognitivas y de inteligencia emocional variarían la una con la
otra. Vivimos bajo los términos de una sociedad muy deshumanizada, y
desgraciadamente somos parte de ella, así que a no ser que vivas con una comuna
en medio del bosque, consciente y capaz de prevenir todo esto que he
mencionado, es muy probable que te afecte el comportamiento de dicha sociedad
sin que, como puede verse, te percates.
¿Cómo
entonces elude tu historia a la depresión cuando mencionas palabras como
soledad, deshumanización o carencia de empatía?
No reniego de ella sino que afirmar
que ha sido una constante en mi vida me parece un poco desatinado. Reflexionar
acerca de la vida no necesariamente involucra cuadros de depresión. Sí, siento
nostalgia por la esquina de mi casa, puesto que ella me enfilaba hacia las
casas de mis amigos; extraño la cuadra, la rutina que ofrecía, las dimensiones
de mi antigua habitación, la dinámica no sólo de mi hogar sino de ese espacio
lleno de vecinos a quienes podía reconocer por el sonido de la voz o por el
motor de su auto. En mi caso, extraño todo eso y ser visitado por todos mis amigos
toda vez que mi formación en la infancia estuvo plagada de participantes que la
nutrieron. Extraño pues tanto la cuadra de Saltillo como la de Xalapa en tanto
fueron para mí épocas gloriosas pues en ellas se conjuntaron mi popularidad con
grupos de amigos de distintos estratos y la disponibilidad de ellos de pasar
siempre a saludar.
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