Publicado el 11 de julio de 2020
Escrito en junio de 2020
Muchas
veces me pongo a pensar en el hombre que terminaré siendo dentro de un par de
décadas; a veces pienso en que sonrío muy poco en comparación con los años
previos a la muerte de mi madre. ¿He olvidado cómo sonreír? Suelo con
frecuencia recordar mi irreverencia de niño, de adolescente y de joven, más o
menos como hasta los 28 años; contaba chistes, vacilaba a mis amigos,
familiares y parejas, creo que en determinado momento hasta se convirtió en un
sello de mi personalidad. Era ingenioso para decir tonteras que causaban risa y
casi siempre estaba de buen humor. A ratos, conviene mencionarlo, me invadía
una profunda nostalgia por el Saltillo que dejé y dedicaba horas y horas de mi
día para recordar esas calles anchas que antes fueron desierto. Ponía música, a
oscuras, y con un cigarro ambientaba el trance que me transportaba a aquellos
días de dicha en donde lo tenía todo. Sin embargo nunca tuve oportunidad de conocer
el fondo de la melancolía porque entre las seis y las ocho de la tarde mi madre
llegaba del trabajo con todo su optimismo y buen humor a la casa; también
porque estaban mis amigos y amigas, mi novia y hasta mis vecinos.
Cuando
recién llegamos a Veracruz residimos en el rancho de mi abuelo, y al ser un
rancho, no existían cosas tales como el jamón, la leche de caja, el cereal, el
pan, los dulces y la compañía de otros niños con los cuales jugar. Sufrí
regaños, burlas y hasta amenazas de golpes por no querer comer frijoles negros,
comida con picante y leche de chiva. Ese primer desencuentro con el mundo me
marcó para siempre. Enfado. Desesperación. Nostalgia. No me sentí comprendido
por ningún miembro de mi familia más que por mi mamá.
Decidió
trabajar y al contar ella con una carrera no le resultó tan difícil (quiero
pensar) conseguir algo. Entró a trabajar al DIF como asistente de la secretaria
de la secretaria de la esposa del gobernador Migue Ángel Chirinos y directora
del DIF, Sonia Chirinos. Tanto Sonia Chirinos como Chariz (su jefa inmediata) trabajaron
con ella en 1985 en las oficinas de Programación y Presupuesto; ambas eran
secretarias, oficinistas que consiguieron sus empleos gracias a noviazgos
emprendidos con funcionarios de aquellos años, es decir, eran las nalguitas de
viejos puercos. Mi mamá en 1985 se vino a trabajar a Veracruz por intermedio de
Óscar Pimentel (mi padrino de bautizo y compañero de la universidad de mi mamá),
quien después fuera alcalde de Saltillo, diputado y quién sabe qué cosas más.
No recuerdo si se vino a trabajar como delegada o qué pero el chiste fue que
aquí cayó y las conoció.
No
imagino lo que pensó mi mamá respecto de estar al servicio de mujeres que
otrora época fueron ornamentos de oficinas. Mi madre sabía perfectamente sus
historias y debió ser duro trabajar para ellas. Dicho esto en tanto no se
trataba de personas preparadas o con estudios; sencillamente tuvieron la suerte
de ser las putas de señores poderosos.
Ese
empleo permitió a mi madre abastecer nuestra alacena con comida que pudiera
comer, tiempo después permitió una mudanza a un departamento y la compra de un televisor
a color, un estéreo, una lavadora y hasta una litera (que pedí que me compraran
por si algún día mis amiguitos y familia de Saltillo venían a visitarnos a
Xalapa; esto último lo recuerdo con cierta tristeza porque nadie vino hasta
mucho después).
No
quisiera extenderme mucho y por eso diré que mi madre sacrificó su compañía
conmigo para que yo no sufriera por cosas materiales. Entendió que mi padre
aquí no iba a lograr nada y decidió hacer algo por mí. El problema fue que me
quedé sin mamá y sin orientación en una etapa crítica, sencillamente por las
circunstancias por las que yo en particular estaba pasando. Más que una tele,
necesitaba a mi mamá.
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