Escrito el 11 de julio de 2020
Hoy entendí algo muy importante, que
al parecer me había empeñado en negar: que nada volverá a ser como antes, que aquellos
días de dicha se esfumaron para siempre y que no hay forma de hacerlos regresar,
que no extraño los lugares sino a todos aquellos que los llenaron de pláticas,
de risas, de compañía y de amor, que un gran porcentaje de ese espacio lo
llenaba mi madre, imán de multitudes, fabricadora de sonrisas y con un carisma
sin parangón, que de los amigos que tanto quise y quiero, en ese lugar queda
apenas un puñado.
Hace días leí acerca de la
autobiografía, en Leonor Arfuch. Ella decía que muchas veces la errancia
contribuye a apropiarnos del mundo y de los lugares que vamos recorriendo, pero
que también ese andar provoca que de pronto los lugares que fueron nuestros se
sientan ajenos cuando volvemos a ellos.
Hoy fui a visitar a mi amigo Alan,
vecino mío durante muchos años y amigo para toda la vida. La visita fue
oportuna porque desperté triste. Desperté, como he hecho estos últimos meses,
con ganas de trabajar en mi tesis, y así lo hice. Releí fragmentos de lo escrito
anoche y mientras corregía y añadía líneas a lo hecho busqué una canción de Bob
Dylan, Forever Young, que anoche escuché sin poner demasiada atención pero que
quise revisar dado que Bob era uno de los artistas favoritos de mi mamá.
Forever Young es de suave melodía,
con armónica y mandolina, y escrita por Bob para su hijo Jesse. Busqué la letra
y me puse triste, pero después imaginé a mi madre cantándola conmigo y me puse
peor. Comencé a llorar sin parar mientras oía la melodía y leía la letra, mientras
la imaginaba a mi lado cantando y mientras veía la foto en donde ella, con un
pantalón rojo y una blusa del mismo color y líneas blancas, se encuentra al
centro y mi padre y yo a su lado. El llanto que no cesaba y que fue barnizando
mi cara al grado que mis mejillas de pronto se sintieron pesadas logró que la
ansiedad se apoderara de mí.
Otra vez triste, otra vez llorando,
otra vez sin poder recibir consuelo de la única que podría dármelo, otra vez
sepultado por la nostalgia. Fui directo a Lucas Martín aunque antes pasé a
comprar cigarros para calmarme. Estando ahí decidí visitar a Alan, con el
pretexto de preguntarle acerca de un crédito puesto que tengo muy metido en la
cabeza el regresar a Lucas. En realidad quería estar cerca de mi mamá, de las
calles que transitamos juntos, de la casa en la que vivimos durante 12 años y
de los sitios que tanta felicidad me dieron. Alan y su mamá me invitaron a
comer y entonces mi lamento se suspendió. Charla, anécdotas de Leonor, la madre
de Alan, y una caminata con él y su perro Milo, con quien jugué un buen rato a
corretearnos en un llano pastoso. Al volver a casa de Alan después de la
caminata conversamos sobre las encrucijadas que nos pone la vida, sobre el
adiós a nuestros seres queridos, sobre cómo nuestra condición de sujetos
inmigrantes nos impiden desplazarnos por el mundo puesto que cargamos con la
responsabilidad de cuidar a nuestros padres toda vez que nuestro núcleo familiar
se encuentra lejos. Hablamos también de la inmadurez de nuestras parejas y de
la nuestra en un pasado no muy lejano y de los errores que hemos cometido con
mujeres, lastimándolas.
Y así la charla se extendió hasta
que le pedí salir al pórtico de su casa para fumar, ahí seguimos hasta que
llegó la epifanía: mientras Alan me contaba de los problemas con su novia
dirigí mi mirada hacia la calle que me llevaba siempre a casa: derecho y a la
derecha. No sé cuántas veces recorrí esa calle en la noche, después de ver a
mis amigos Juan, Julio, Diana, Alan, Choco, Alberto, Adad, Zaira o Irma, por
mencionar algunos. Derecho y a la derecha a partir de la casa de Alan está la
que fue la mía y en donde siempre que llegaba estaba mi madre, sentada en el
sillón, viendo la televisión, esperándome con su amor que siempre fue mi
brújula para decirme buenas noches, muñeco, buenas noches, rey, buenas noches,
pollito, esa casa que fue mi genuino hogar y de la que recuerdo cada objeto y
cómo estaba acomodado, de la que recuerdo el aroma, el piso, las dimensiones,
las persianas, el sonido de las ventanas al abrirlas y al cerrarlas, el sonido
de la llave al ingresarla en la cerradura y el de la puerta al también abrirse
y cerrarse, el de la puerta del patio, el del boiler cuando lo prendía, el de
la puerta de mi habitación cuando la cerraba, el de la televisión cuando la
encendía, el de la tabla roca de mi habitación cuando descansaba ahí mi cabeza,
el de la puerta del baño, el del escusado cuando evacuaba, el de las llaves del
lavabo, el de la puerta de la habitación de mis padres.
Pero decía que ahí, mientras Alan se
desahogaba, puse mi mirada en esa calle y entendí que quizá ya no es mi lugar
puesto que no está la persona que le daba vida. Me trajo recuerdos, es verdad,
pero no me vi andando ese camino, y entonces entendí que todo aquello de esos
años se fue para siempre, que la comunión, la vecindad y la camaradería estaría
incompleta si es que logro volver. Mucho de lo que voy entendiendo o asimilando
yo ya lo sé, en el fondo lo sé, pero me cuesta mucho aceptarlo hasta que no vivo
totalmente la experiencia, hasta que, como hoy, tengo la certeza por entero de
que esa vida se ha ido.
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