sábado

La pantalla

Publicado el 11 de julio de 2020

Escrito el 24 de abril de 2020


En 2003 regresé a Xalapa después de cinco meses en los que no hice más que fumar, dormir, viajar, comer y extrañar a mi mamá. Ya en casa, en mi habitación, en mi cama, los días de aburrimiento llegaron. No recuerdo mucho de esos primeros días, salvo aquel en que mi mamá se hincó a llorar mientras yo estaba acostado en el sillón largo de la sala. Había recuperado a su hijo pero existía el riesgo de perderlo porque la riña de la que había sido protagonista proseguía ahora en forma de demanda por oficio, es decir, no se requería de la presencia del demandante; el Estado consideraba necesario castigar lo que había hecho y a eso nos ateníamos mi madre y yo.

No recuerdo tampoco mucho de lo que me dijo en aquella ocasión de su llanto. Me dijo que la perdonara (no entendí por qué hasta que estuvo convaleciente) y que me quería mucho. Yo sólo atinaba a decir que no llorara, que todo iba a estar bien.
Jugaba muchos videojuegos de futbol, específicamente el Winning Eleven, después Pro Evolution. Recuerdo haber fabricado en el juego a futbolistas superdotados: altos, fuertes, calvos, de cabellera negra, rubia, con tacos de colores; fabriqué uniformes y puse a mis equipos nombres peculiares. Mis uniformes casi siempre implicaban al negro y al rojo, al blanco y al azul, y a veces al verde con blanco.

Estimo que si llegué en abril de 2003, mi madre debió haberme comprado mi primera computadora en octubre de ese año. Era una Acer de gabinete blanco con azul, misma combinación en las bocinitas; blanco únicamente el monitor, el teclado y el mouse. La pusimos en mi cuarto, encima de un mueble blanco para guardar ropa que nos dejó mi tía Sonia cuando vivió con nosotros en Saltillo. No teníamos internet así que la usé poco al principio. Tiempo después, tal vez en diciembre de ese año, me compró un escritorio que me duró como hasta los 29 y lo acomodamos en una pequeña estancia que tenía la casa de Lucas Martín; luego contrató servicio de internet y mi mundo cambió. Fue posible descubrir música que de otro modo nunca habría escuchado, también descubrí la pornografía (yo comencé a masturbarme ya tarde, a los 17 años, y digo tarde porque recuerdo haber escuchado de mis amigos que lo hacían desde los once o doce años), y el chat.

A partir de ese diciembre de 2003 mi vida cambió, pues trasladé una parte al plano digital. Ahí permanecí hasta que fui a la universidad. Chateé primero con mis primos, con algunos amigos y luego con muchísima gente a la que nunca conocí personalmente. Tuve cibernovias, ciberamigos y ciertamente una cibervida. Se abrió paso entonces una dualidad. La vida digital, ahí en ese mundo virtual, impedía que me molestasen, que se burlaran de mí, que me humillasen. Es algo que me ha costado admitir pues es duro ver cómo te trataron tus amigos y los que creíste que lo fueron. Yo callaba, a veces reía nerviosamente, sentía cómo crecía mi inseguridad. Siempre me consideré inocente, algo ingenuo, sin mucha malicia, y las tonteras que llegué a cometer fueron por defenderme. Nunca fui malintencionado ni quise dañar a nadie.

El Negro y Alberto solían callarme apenas y decía algo; recuerdo que con ellos solía salir a dar la vuelta en el coche del padre de Alberto: era un Cutlass gris, y al principio siempre viajaba atrás porque el Choco quería irse adelante, no sé si para sentirse importante o nada más para chingar. Apenas subía a ese auto y se me ocurría decir algo recibía diversas ofensas, las más comunes eran «dices puras pendejadas», «no digas mamadas», «cállate que te apesta el chipo»; para ese par, y para muchos otros amigos, yo era raro, era una cosa de amor-odio-desesperación la que tenían por mí, pero siempre intuí que fue por su inmadurez, no teníamos la misma cultura ni las mismas lecturas, no escuchábamos la misma música y ciertamente no veíamos las mismas películas, tampoco las palabras que empleaba tenían la misma carga semántica, algunas, desde luego, pero todo eso causaba extrañeza. Yo no podía decir nada porque rápidamente alguien lo tildaba de tonto. Con Julio y Juan, la otra triada de la que formé parte, fue lo mismo en determinado momento: para ellos yo no tenía credibilidad y siempre sentí que mediante bufonadas podía salvar esos momentos en que confabulaban para atacarme psicológicamente, para ellos dos todo lo relacionado con mi persona fue motivo de burla. Ni siquiera Zaira, la mujer con la que más tiempo he durado, fue capaz de ser totalmente humana conmigo, pues en ocasiones también fue grosera, aunque a decir verdad, después de mi madre, ha sido la mujer que mejor me ha tratado.

Nunca me puse a pensar hasta hoy en los efectos invisibles de todas esas agresiones, de hecho, como ha podido apreciarse, nunca me puse a reflexionar sobre algo de mi vida, muchas de las cosas que me pasaron se quedaron ahí, pero ciertamente ha sido muy interesante todo lo que he podido traer de mi memoria.

No recuerdo haber llorado por algún comentario o por alguna de las muchas ofensas que me hicieron, pero sin duda calaron hondo. Yo sólo quería agradar a mis amigos, a esa familia que había elegido y que sin embargo también me rechazaba. Sólo anhelaba cariño, porque buscaba que alguien que no fuera mi mamá me quisiera. Es duro decir esto porque justo en este momento, en este 24 de abril, recién acabo de terminar con mi novia, bueno, ahora ex, Norma, precisamente por la cuestión de las agresiones que ha dirigido a mi persona; desde luego no ha entendido y se ha excusado diciendo que yo le respondí igual: pues claro, le contesté, no sé qué esperas recibir si agredes a alguien. Con el tiempo me he vuelto insensible, básicamente porque lo han sido y en demasía conmigo, y ello me ha valido decirles adiós con cierta facilidad a muchas personas que quise y que quiero. En su momento terminé a Zaira por grosera, por apática; a Karina había que terminarla sí o sí puesto que está loca, lastimosamente tengo una hija con ella; a Katia también hubo que decirle adiós, por su histeria, por su clasismo, por su codependencia; a Cynthia por su agresividad, por su sistema tan tonto de querer manipular, por su ofensivo aparato controlador, por ser una persona sin criterio, sin pensamiento crítico, por ser una desclasada e ignorante sin conciencia de nada puesto que convaleciente mi madre me exigía tiempo y luego, cuando murió, osó decirme que me estaba encerrando en mi dolor y que no le estaba prestando atención, así que la corté y no me arrepiento para nada de mi decisión. De hecho, me agradezco mucho por haberla terminado y doy gracias también a ella por no haberme aceptado cuando flaqueé y le pedí que volviéramos. A Norma le aguanté varios comentarios pero hubo uno que pisoteó mi autoestima y ahí se acabó el encanto, al grado de que me dejó de parecer atractiva.

Cosas que me despedazaron un poco fue darme cuenta que cuando nos presentamos por separado en el juzgado el Negro, Chore, Cagón, Hampton y yo, todos me echaron la culpa, como si no hubiesen participado, como si no hubiesen golpeado, como si Negro y Hampton no hubiesen sido los principales agresores en esa riña. Ahí me di cuenta de que esos no eran mis amigos, pero bueno, yo me había ido a Monclova, así que podría entender su actuar, sin embargo faltaron a la verdad, lo cual me decepcionó mucho. Hoy sólo mantengo un distanciado contacto con el Negro.

También recuerdo un día en que toqué la puerta de Julio, me asomé por la ventana de su cuarto y alcancé a ver cómo se ocultó para no abrirme. Me parece que estaba molesto porque le había develado a su novia de entonces, Diana, que yo ya sabía que ellos tenían sexo y que no había por qué avergonzarse. Julio lo tomó mal y se molestó conmigo. A causa de eso, yo entendí que no era obligación mía abrir siempre la puerta a mis amigos, así que cuando no quería verlos, recordaba lo que había hecho Julio conmigo y no me acercaba a la puerta cuando escuchaba el retumbar de los nudillos de los compas en mi puerta. Hasta ese momento, quise mucho a Julio.

Los quise a todos. Los quise hasta que fueron malos conmigo. Y no había razón: querer impresionar, querer sentirse superior, argumentar que “solo te estaba molestando”, es “broma de cuates”, “nada más es castre”, querer forjar una imagen a costa de la autoestima de tus amigos no es una razón; enojarse y no darse cuenta de lo que se dice, tampoco.
Así que ese mundo virtual fue ciertamente una salvación. A Zaira la conocí en ese diciembre de 2003 y para febrero de 2004 ya éramos novios. Durante seis años compaginé esas dos vidas, y fue posible porque la gente hizo lo propio: estudió, trabajó y salió a divertirse entre semana. Yo me recluí y me dediqué a chatear, a jugar billar en línea a través de Yahoo!, y ahí conocí y platiqué con infinidad de personas, experimenté el cibersexo, supe lo que se sentía platicar con alguien y verla por una cámara, y escuché grupos de rock y de metal que hicieron que me desvelase la mayor parte de esos días. Mantuve una amistad de muchos años con Alberto del DF, Ada Nesne de Ensenada, Rolando Cepeda de Escobedo Nuevo León, Sabrina de Monterrey, Rosy de Estados Unidos, interactué con mucha gente de la que no recuerdo nombres, sólo caras. Fue maravilloso, aunque también malo. Recuerdo que no salía mucho de casa, sólo los fines de semana.

Mi vida ahora mismo, por la pandemia, se parece mucho a la de aquellos años, me la paso sentado frente a un monitor, esperando que la vida transcurra. La diferencia es que ahora, llegado el fin de semana, no veo a mis amigos. Julio se fue, Juan ya es papá, Alberto está en Chihuahua, al Negro, aunque lo aprecio mucho, no me apetece verlo, Alan solo me busca cuando necesita algo, Zaira está casada y mi madre ya no llega a las seis de la tarde del trabajo para hacerme compañía.

Esto comencé a escribirlo el 24 pero los últimos párrafos los he desarrollado durante la mañana del 25. Digo esto porque en la madrugada de hoy, me dediqué a ver documentales de rock, específicamente uno de VH1, Heavy, la historia del metal, y me di cuenta que ese tipo de cosas me siguen haciendo feliz. Es un documental de 2007 y verlo sin duda me remontó a mi habitación de Lucas Martín. Yo, acostado en mi cama, con esa tele Sony gris a mis pies, y las paredes de mi cuarto moradas y verde. Fue lindo volver a sentirme ahí, en ese mundo perfecto que construí.

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