Escrito el 24 de abril de 2020
En
2003 regresé a Xalapa después de cinco meses en los que no hice más que fumar,
dormir, viajar, comer y extrañar a mi mamá. Ya en casa, en mi habitación, en mi
cama, los días de aburrimiento llegaron. No recuerdo mucho de esos primeros
días, salvo aquel en que mi mamá se hincó a llorar mientras yo estaba acostado
en el sillón largo de la sala. Había recuperado a su hijo pero existía el
riesgo de perderlo porque la riña de la que había sido protagonista proseguía
ahora en forma de demanda por oficio, es decir, no se requería de la presencia
del demandante; el Estado consideraba necesario castigar lo que había hecho y a
eso nos ateníamos mi madre y yo.
No
recuerdo tampoco mucho de lo que me dijo en aquella ocasión de su llanto. Me
dijo que la perdonara (no entendí por qué hasta que estuvo convaleciente) y que
me quería mucho. Yo sólo atinaba a decir que no llorara, que todo iba a estar
bien.
Jugaba
muchos videojuegos de futbol, específicamente el Winning Eleven, después Pro
Evolution. Recuerdo haber fabricado en el juego a futbolistas superdotados:
altos, fuertes, calvos, de cabellera negra, rubia, con tacos de colores;
fabriqué uniformes y puse a mis equipos nombres peculiares. Mis uniformes casi
siempre implicaban al negro y al rojo, al blanco y al azul, y a veces al verde
con blanco.
Estimo
que si llegué en abril de 2003, mi madre debió haberme comprado mi primera
computadora en octubre de ese año. Era una Acer de gabinete blanco con azul,
misma combinación en las bocinitas; blanco únicamente el monitor, el teclado y
el mouse. La pusimos en mi cuarto, encima de un mueble blanco para guardar ropa
que nos dejó mi tía Sonia cuando vivió con nosotros en Saltillo. No teníamos
internet así que la usé poco al principio. Tiempo después, tal vez en diciembre
de ese año, me compró un escritorio que me duró como hasta los 29 y lo
acomodamos en una pequeña estancia que tenía la casa de Lucas Martín; luego
contrató servicio de internet y mi mundo cambió. Fue posible descubrir música
que de otro modo nunca habría escuchado, también descubrí la pornografía (yo
comencé a masturbarme ya tarde, a los 17 años, y digo tarde porque recuerdo
haber escuchado de mis amigos que lo hacían desde los once o doce años), y el
chat.
A
partir de ese diciembre de 2003 mi vida cambió, pues trasladé una parte al
plano digital. Ahí permanecí hasta que fui a la universidad. Chateé primero con
mis primos, con algunos amigos y luego con muchísima gente a la que nunca
conocí personalmente. Tuve cibernovias, ciberamigos y ciertamente una
cibervida. Se abrió paso entonces una dualidad. La vida digital, ahí en ese
mundo virtual, impedía que me molestasen, que se burlaran de mí, que me
humillasen. Es algo que me ha costado admitir pues es duro ver cómo te trataron
tus amigos y los que creíste que lo fueron. Yo callaba, a veces reía
nerviosamente, sentía cómo crecía mi inseguridad. Siempre me consideré
inocente, algo ingenuo, sin mucha malicia, y las tonteras que llegué a cometer
fueron por defenderme. Nunca fui malintencionado ni quise dañar a nadie.
El
Negro y Alberto solían callarme apenas y decía algo; recuerdo que con ellos
solía salir a dar la vuelta en el coche del padre de Alberto: era un Cutlass
gris, y al principio siempre viajaba atrás porque el Choco quería irse
adelante, no sé si para sentirse importante o nada más para chingar. Apenas
subía a ese auto y se me ocurría decir algo recibía diversas ofensas, las más
comunes eran «dices puras pendejadas», «no digas mamadas», «cállate que te
apesta el chipo»; para ese par, y para muchos otros amigos, yo era raro, era
una cosa de amor-odio-desesperación la que tenían por mí, pero siempre intuí
que fue por su inmadurez, no teníamos la misma cultura ni las mismas lecturas,
no escuchábamos la misma música y ciertamente no veíamos las mismas películas,
tampoco las palabras que empleaba tenían la misma carga semántica, algunas,
desde luego, pero todo eso causaba extrañeza. Yo no podía decir nada porque
rápidamente alguien lo tildaba de tonto. Con Julio y Juan, la otra triada de la
que formé parte, fue lo mismo en determinado momento: para ellos yo no tenía
credibilidad y siempre sentí que mediante bufonadas podía salvar esos momentos
en que confabulaban para atacarme psicológicamente, para ellos dos todo lo
relacionado con mi persona fue motivo de burla. Ni siquiera Zaira, la mujer con
la que más tiempo he durado, fue capaz de ser totalmente humana conmigo, pues
en ocasiones también fue grosera, aunque a decir verdad, después de mi madre,
ha sido la mujer que mejor me ha tratado.
Nunca
me puse a pensar hasta hoy en los efectos invisibles de todas esas agresiones,
de hecho, como ha podido apreciarse, nunca me puse a reflexionar sobre algo de
mi vida, muchas de las cosas que me pasaron se quedaron ahí, pero ciertamente
ha sido muy interesante todo lo que he podido traer de mi memoria.
No
recuerdo haber llorado por algún comentario o por alguna de las muchas ofensas
que me hicieron, pero sin duda calaron hondo. Yo sólo quería agradar a mis
amigos, a esa familia que había elegido y que sin embargo también me rechazaba.
Sólo anhelaba cariño, porque buscaba que alguien que no fuera mi mamá me
quisiera. Es duro decir esto porque justo en este momento, en este 24 de abril,
recién acabo de terminar con mi novia, bueno, ahora ex, Norma, precisamente por
la cuestión de las agresiones que ha dirigido a mi persona; desde luego no ha
entendido y se ha excusado diciendo que yo le respondí igual: pues claro, le
contesté, no sé qué esperas recibir si agredes a alguien. Con el tiempo me he
vuelto insensible, básicamente porque lo han sido y en demasía conmigo, y ello
me ha valido decirles adiós con cierta facilidad a muchas personas que quise y
que quiero. En su momento terminé a Zaira por grosera, por apática; a Karina
había que terminarla sí o sí puesto que está loca, lastimosamente tengo una
hija con ella; a Katia también hubo que decirle adiós, por su histeria, por su
clasismo, por su codependencia; a Cynthia por su agresividad, por su sistema
tan tonto de querer manipular, por su ofensivo aparato controlador, por ser una
persona sin criterio, sin pensamiento crítico, por ser una desclasada e
ignorante sin conciencia de nada puesto que convaleciente mi madre me exigía
tiempo y luego, cuando murió, osó decirme que me estaba encerrando en mi dolor
y que no le estaba prestando atención, así que la corté y no me arrepiento para
nada de mi decisión. De hecho, me agradezco mucho por haberla terminado y doy
gracias también a ella por no haberme aceptado cuando flaqueé y le pedí que
volviéramos. A Norma le aguanté varios comentarios pero hubo uno que pisoteó mi
autoestima y ahí se acabó el encanto, al grado de que me dejó de parecer
atractiva.
Cosas
que me despedazaron un poco fue darme cuenta que cuando nos presentamos por
separado en el juzgado el Negro, Chore, Cagón, Hampton y yo, todos me echaron
la culpa, como si no hubiesen participado, como si no hubiesen golpeado, como
si Negro y Hampton no hubiesen sido los principales agresores en esa riña. Ahí
me di cuenta de que esos no eran mis amigos, pero bueno, yo me había ido a
Monclova, así que podría entender su actuar, sin embargo faltaron a la verdad,
lo cual me decepcionó mucho. Hoy sólo mantengo un distanciado contacto con el
Negro.
También
recuerdo un día en que toqué la puerta de Julio, me asomé por la ventana de su
cuarto y alcancé a ver cómo se ocultó para no abrirme. Me parece que estaba
molesto porque le había develado a su novia de entonces, Diana, que yo ya sabía
que ellos tenían sexo y que no había por qué avergonzarse. Julio lo tomó mal y
se molestó conmigo. A causa de eso, yo entendí que no era obligación mía abrir
siempre la puerta a mis amigos, así que cuando no quería verlos, recordaba lo
que había hecho Julio conmigo y no me acercaba a la puerta cuando escuchaba el
retumbar de los nudillos de los compas en mi puerta. Hasta ese momento, quise
mucho a Julio.
Los
quise a todos. Los quise hasta que fueron malos conmigo. Y no había razón:
querer impresionar, querer sentirse superior, argumentar que “solo te estaba
molestando”, es “broma de cuates”, “nada más es castre”, querer forjar una
imagen a costa de la autoestima de tus amigos no es una razón; enojarse y no
darse cuenta de lo que se dice, tampoco.
Así
que ese mundo virtual fue ciertamente una salvación. A Zaira la conocí en ese
diciembre de 2003 y para febrero de 2004 ya éramos novios. Durante seis años
compaginé esas dos vidas, y fue posible porque la gente hizo lo propio:
estudió, trabajó y salió a divertirse entre semana. Yo me recluí y me dediqué a
chatear, a jugar billar en línea a través de Yahoo!, y ahí conocí y platiqué
con infinidad de personas, experimenté el cibersexo, supe lo que se sentía
platicar con alguien y verla por una cámara, y escuché grupos de rock y de
metal que hicieron que me desvelase la mayor parte de esos días. Mantuve una
amistad de muchos años con Alberto del DF, Ada Nesne de Ensenada, Rolando
Cepeda de Escobedo Nuevo León, Sabrina de Monterrey, Rosy de Estados Unidos,
interactué con mucha gente de la que no recuerdo nombres, sólo caras. Fue
maravilloso, aunque también malo. Recuerdo que no salía mucho de casa, sólo los
fines de semana.
Mi
vida ahora mismo, por la pandemia, se parece mucho a la de aquellos años, me la
paso sentado frente a un monitor, esperando que la vida transcurra. La
diferencia es que ahora, llegado el fin de semana, no veo a mis amigos. Julio
se fue, Juan ya es papá, Alberto está en Chihuahua, al Negro, aunque lo aprecio
mucho, no me apetece verlo, Alan solo me busca cuando necesita algo, Zaira está
casada y mi madre ya no llega a las seis de la tarde del trabajo para hacerme
compañía.
Esto
comencé a escribirlo el 24 pero los últimos párrafos los he desarrollado
durante la mañana del 25. Digo esto porque en la madrugada de hoy, me dediqué a
ver documentales de rock, específicamente uno de VH1, Heavy, la historia del
metal, y me di cuenta que ese tipo de cosas me siguen haciendo feliz. Es un
documental de 2007 y verlo sin duda me remontó a mi habitación de Lucas Martín.
Yo, acostado en mi cama, con esa tele Sony gris a mis pies, y las paredes de mi
cuarto moradas y verde. Fue lindo volver a sentirme ahí, en ese mundo perfecto
que construí.
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