sábado

Vida negada


Publicado el 11 de julio

Escrito el 7 de mayo de 2020

Llevo desde el 26 de marzo encerrado en casa por la pandemia del coronavirus. No sé cómo recordaré estos días pero han sido muy difíciles de sobrellevar pues estoy escribiendo mi tesis de licenciatura y además cumplo con labores de mi trabajo que realizo desde mi laptop, la misma donde trastabillo al redactar lo que será mi pase hacia la profesionalización.

Estos días se parecen mucho a los que viví hace más de 10 años en Lucas Martín: me duermo en la madrugada y me levanto al medio día para venir a sentarme a la computadora. En aquel entonces mi oficina la tenía en mi cuarto, así que bastaba con dar dos pasos para situarme en mi centro multimedia, hoy la tengo en un espacio frente al comedor, que por cierto ha quedado bastante acogedor: tengo un escritorio grande, cuadernos, plumas de muchos colores, un corcho como de un metro en donde pongo hojas con ideas que me van a llegando y una bocina muy mona con luces. Tengo hasta plantas que le dan un toque agradable a mi ambiente de trabajo.

En aquellos años mi vida era bastante monótona, como ahora, y por lo tanto el tedio se hacía presente en ocasiones, sin embargo, para romperlo, contaba con mi madre, con la cual pasaba las noches platicando, viendo películas o cocinando. En segundo orden estaban mis amigos, a los cuales veía un rato en la noche entre semana o bien casi todo el día durante los fines. También estaba Zaira, mi novia, con quien redescubrí el amor después de haber perdido a la que, siento yo, debió ser mi pareja presumiblemente hasta la muerte.

Cuando sentía que el mundo era hostil conmigo, volvía a ese refugio que era mi habitación, que guardaba mi otra vida: la digital, donde estaban mis películas, mi música, mis juegos y mis amigos virtuales.

A veces mi papá llegaba borracho a casa y eso provocaba que dejara de acompañar a mi mamá en la sala. A veces mis amigos se excedían —en cuanto a la duración— en su castre, como llamaban ellos al ejercicio de disminuirme mediante bromas. Y con Zaira, que me adoraba, de pronto me aburría pues hablaba muy poco (era cuatro años mayor que yo y creo que hoy me parezco a ella respecto a lo serio o silencioso). Así que con cierta recurrencia me recluía en ese espacio maravilloso de cultura y fraternidad, que no podía sellar porque la perilla de la puerta fue colocada al revés y el seguro quedaba afuera.
Cuando llegamos a Teodoro A. Dehesa 147 a principios de diciembre de 2000, lo primero que hice fue pedirle a mi mamá permiso para pintar mi habitación con colores que no fueran blanco o beige, como habían pintado la casa mis padres. Elegí morado y verde. De morado las paredes donde quedaban mi cabeza y mis pies, respectivamente, de verde la que quedaba a un costado mío, pegadita a la cama y justo debajo de la ventana, y la que estaba junto a la puerta la dejé blanca. Recuerdo haber ido a la colonia Revolución, a Comex, a comprar los botes. Era una tarde nublada, con el chipi chipi xalapeño, característico de aquellos años. Me había cortado el pelo de forma tal que me quedaban unos copetones en la parte de arriba y de abajo lo tenía cortito, también traía un chaleco azul y mis pantalones eran guangos (así los usé durante muchos años), así que seguramente los del fraccionamiento pensaron que a su rumbo había llegado un vago, pero no, sólo era un niño que quería usar pantalones guangos como sus primos norteños y copetes a la Edward Furlong de Terminator. De regreso me fumé un cigarro y al llegar a casa mi mamá me dijo “eh, fumaste, verdad, jejeje, el cigarro es muy apestoso”.

Ella estaba feliz en su nueva casa, aunque fuera alquilada. Y estaba contenta en tanto ésta se encontraba en Lucas Martín, que era muy parecida a la saltillense Oceanía Bulevares. El ambiente lo percibíamos agradable, con gente ligeramente más educada que la otra que fue nuestra vecina en nuestra segunda casa en Xalapa (de vecinos teníamos prostíbulos, talleres mecánicos y también, a partir de cierta hora, prostitutas y prostitutos justo afuera de nuestra esquinera residencia. La zona era Rafael Lucio). Mi mamá la fue amueblando: compró primero un refrigerador que jubiló al viejo y único refri que había visto en mi hogar hasta entonces, también adquirió una alacena de dos piezas, una canastita multiusos para la cocina, una televisión Sony de pantalla plana (no confundir con las modernas de plasma, eran principios de la década de 2000), una cortina de baño (esa sí fue totalmente nueva para mí porque nunca habíamos tenido una), y varios años después de vivir ahí, una sala café y un mueble de madera que lo mismo fue mesita para la tele que librero y almacén de mugre y telarañas. También, creo que en ese mismo diciembre en que llegamos, pusimos persianas en lugar de cortinas y yo sentía al fin un nuevo comienzo desde que llegamos a Veracruz en febrero de 1997.
Me sentía pues en un hogar.

Fui en Lucas Martín muy feliz. Hice amigos (los considero amigos a pesar de cómo se portaron en ocasiones conmigo), amigas y conocí a Zaira. Ahí conocí a fondo el sexo: ahí se me apestó la entrepierna de tanto coger con Zaira, ahí casi traicioné a Julio puesto que estuve a punto de tener sexo con Diana, su novia de adolescencia, y, también, ahí embaracé a Karina. Ahí recibí recados de mis vecinas y fui cortejado por algunas ex novias de mis amigos: las Irmas, la de Juan y la de Alberto; Fabiola, la ex de un amigo de Alberto; Dafne, mi vecina de enfrente y Karla, la chica más desarrollada y bonita de la cuadra pero también la que tenía al novio más bravucón (que además era mucho mayor que yo).

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