jueves

Un niño feliz

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito el 2 de abril de 2020


Había olvidado esto.

Debí tener 4 o 5 años cuando mi prima Gloria —Yoyita la llamamos hoy en día, porque así dispuso nuestra familia, denominarnos con diminutivos, fuesen anglosajones o en español. Yo, por ejemplo, siempre fui Freddy, las hermanas de Yoyita, Berisnais (Very nice, por Berenice, ¡ja!) y Betty, mis otros primos de Saltillo, Richi y Chío, y los de Monclova, Normita, Marquitos, Napito y Kittin (Cristhian); mi mamá tenía el suyo, que era Mariquita o Megüi, por María— deslumbraba en las fiestas de la familia con su voz. Creo, si no me falla la memoria, que mi abuelo Justo Sánchez —un viejo a todo dar que también pintaba y que en sus últimos años, ya viviendo con un cáncer de colón, fumaba y tomaba medio a escondidas de sus hijas— la enseñó a cantar bien acá, con todo y falsetes, y ello le valía aplausos de todos nosotros. Ese reconocimiento que por años recibió, la llevó a tratar de ingresar a La Academia, ese show televisivo de Tv Azteca. Lo intentó varias veces y la verdad qué bueno que nunca entró, porque siendo ella tan recatada como es, no me la imagino siguiendo los guiones de ese programa y besando a sus compañeros, tal vez sí siguiendo la pauta de las peleas y la polémica, porque es medio visceral. En fin, decía yo que en aquel entonces Yoyita cantaba únicamente en las fiestas de la familia, sin embargo, de pronto la sala de la casa de mi tía Gloria, su mamá, le quedó chica y comenzó a cantar también en los festivales de la primaria. Pronto participó en eventos organizados por el ayuntamiento de Saltillo y sepa en qué otras competencias más fue a cantar.

El chiste es que un día le dijo a mi mamá que iba a participar en una competencia de su escuela secundaria y que necesitaba coros. Betty, un año menor que yo, y esta estrella infantil, fuimos los seleccionados (porque claro, no había más niños que le tiraran esquina). Era una canción de Cristian Castro y la ensayamos no sé cuántas veces en aquella sala. La parte que nos tocaba decía: «hey, el universo es para ti, no lo castigues más así, ayúdame hazme sonreír, dame la mano, hermano. No dejes a un ave sin volar, no dejes ríos sin cantar, una canción de amor». Y ahí estaba, puntual, a las 12 o 1 de la tarde, con mi uniforme de la escuela todavía, llevado seguramente a rastras por mi mamá, negado yo porque las horas de ensayo me quitaban valioso tiempo para ir a mi casa a continuar las épicas e interminables guerras que siempre tenían mis monitos.

Y así, el esperado día de Yoyita, de mi tía y de mi mamá llegó. No recuerdo el trayecto ni de cómo me vistieron o peinaron, pero sí recuerdo estar a las afueras de un inmueble gigante y de paredes grises que parecía iglesia, por lo alto, aunque seguramente era algún auditorio, tal vez de la escuela de Yoyita o del ayuntamiento. Mi mamá estaba dentro con mi tía, en las butacas, y entonces entré al escenario: estaba medio oscuro, le faltaba iluminación artificial, que no natural porque había unas ventanotas a los costados. Yoyita comenzó a cantar y Betty y yo sólo nos meneábamos al ritmo de la balada; pronto, el comodín de los niños futuro del mundo fue utilizado, y así, Betty y yo, con nuestras voces angelicales de infantes, que desde luego escondían nuestras identidades de diablos inquietos, comenzamos a cantar nuestra parte, y si me concentro recuerdo el sonido que emitíamos, es decir, recuerdo mi voz de niño mezclada con la de Betty. Esto vino a mí porque un día me puse a pensar que no recuerdo mi voz de pequeño, no hay un audio o una videograbación que me permita escucharme, sólo tengo fotos, pero esas tristemente no hablan.

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