jueves

Ver con los ojos cerrados

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito en enero de 2018

La primera imagen almacenada en mi cabeza se compone así: estoy en la parte trasera de un coche, la vestidura es café y los accesorios son negros. Esto existe en mi memoria desde antes de que mi madre me contara que me llevaba a la guardería en una Caribe (que años después quedó inservible porque algún chistoso le echó azúcar al tanque de gasolina), que me envolvía en una cobijita (que me duró muchos años y que usé hasta mi adolescencia. Yo le puse la «cucu»), que efectivamente me ponía en el asiento especial para bebés, en la parte trasera del coche (obviamente, verdad), y que a veces me iba cantando cosas durante el camino. Lo contaba con emoción, y tal vez remontarse a los años en donde yo era una adorable bola de carne y pelos le hacía recordar lo maravilloso que fue tener un bebé.
En mi segundo recuerdo tengo dos o tres años, aún no voy al kínder. Estoy con ella, sentado en una silla cromada, con asiento y respaldo rojos, compañera de una mesa de cristal (que posteriormente también quedó inservible cuando no soportó que seis niños y una adulta se recargaran en ella; mi mamá dio en casa clases de inglés a los vecinitos de la cuadra durante varios meses; creo que cobraba 20 pesos semanales por cabeza. El día que se quebró la mesa mi mamá lo lamentó pero también se alegró de que nadie saliese herido). Mi madre acomoda unos monitos de plástico: son rojos, amarillos y azules, son policías, bomberos y no sé qué más, seguramente médicos, yo derribo con mis manos a la fila y estallo en carcajadas, y mi mamá los vuelve a poner en su sitio (puede aquí quedar de forma apretada una metáfora de la labor de la madre con los hijos). Deben ser las dos o las cuatro de la tarde, tal vez es lunes y mi papá probablemente está en ruta (fue chofer de autobús varios años); va a llegar hasta en la noche. Mientras acomoda a la tropa, mi mamá le da la espalda a la pared y en ella todavía no está un librero —que a mí me parecía enorme—, y por lo tanto en él no yacen aún los vestigios de la «guerrillera de ideas», como ella solía llamarse. No está todavía, al centro del librero, el estéreo en donde sonaba Amparo Ochoa y su rola de El Barzón, tampoco han sido sacados de sus cajas de mudanza los acetatos de Silvio Rodríguez ni los libros de Economía, de Filosofía, de Derecho y de Matemáticas, ni los diarios del Che Guevara, ni el diario de mamá, que narra la incertidumbre que le generaba su primer amor, Rodolfo; no están tampoco los discos de Chico Ché, de Bronco, de Los Cardenales o de Los Cadetes, los gustos de papá[1]. En esa imagen de la mesa de cristal no alcanzo a ver si ya está por ahí el televisor que tantas veces fue mandado a reparar y que tantas alegrías nos dio, sobre todo a mí cuando me compraron el Nintendo. Esa tarde mi mamá traía puesto un suéter morado con florecitas, lo usó tanto que sería imposible no recordarlo.




[1] Mientras escribo esto papá todavía vive. Justo cuando terminé el párrafo hice una pausa para servirme café. Así que fui a la cocina y en el paso lo vi, sentado en la sala, llorando, con la tele prendida para que el sonido ahogase sus sollozos. Algo le dije pero no me escuchó. Me dolió verlo así. Entonces metí la taza en el horno de microondas y me quedé frente al aparato, llorando tímidamente. Volví a mi recámara para de nuevo escribir pero ya pasó una hora y no me he tomado el café. Papá ahora se lamenta en la terraza. Nuestra soledad recién cumplió once meses.

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