Escrito en enero de 2018
La
primera imagen almacenada en mi cabeza se compone así: estoy en la parte
trasera de un coche, la vestidura es café y los accesorios son negros. Esto
existe en mi memoria desde antes de que mi madre me contara que me llevaba a la
guardería en una Caribe (que años después quedó inservible porque algún
chistoso le echó azúcar al tanque de gasolina), que me envolvía en una cobijita
(que me duró muchos años y que usé hasta mi adolescencia. Yo le puse la «cucu»),
que efectivamente me ponía en el asiento especial para bebés, en la parte
trasera del coche (obviamente, verdad), y que a veces me iba cantando cosas
durante el camino. Lo contaba con emoción, y tal vez remontarse a los años en
donde yo era una adorable bola de carne y pelos le hacía recordar lo maravilloso
que fue tener un bebé.
En mi segundo recuerdo tengo dos o tres años, aún no voy al
kínder. Estoy con ella, sentado en una silla cromada, con asiento y respaldo rojos,
compañera de una mesa de cristal (que posteriormente también quedó inservible
cuando no soportó que seis niños y una adulta se recargaran en ella; mi mamá
dio en casa clases de inglés a los vecinitos de la cuadra durante varios meses;
creo que cobraba 20 pesos semanales por cabeza. El día que se quebró la mesa mi
mamá lo lamentó pero también se alegró de que nadie saliese herido). Mi madre
acomoda unos monitos de plástico: son rojos, amarillos y azules, son policías,
bomberos y no sé qué más, seguramente médicos, yo derribo con mis manos a la
fila y estallo en carcajadas, y mi mamá los vuelve a poner en su sitio (puede
aquí quedar de forma apretada una metáfora de la labor de la madre con los
hijos). Deben ser las dos o las cuatro de la tarde, tal vez es lunes y mi papá
probablemente está en ruta (fue chofer de autobús varios años); va a llegar
hasta en la noche. Mientras acomoda a la tropa, mi mamá le da la espalda a la
pared y en ella todavía no está un librero —que a mí me parecía enorme—, y por
lo tanto en él no yacen aún los vestigios de la «guerrillera de ideas», como
ella solía llamarse. No está todavía, al centro del librero, el estéreo en
donde sonaba Amparo Ochoa y su rola de El Barzón, tampoco han sido sacados de
sus cajas de mudanza los acetatos de Silvio Rodríguez ni los libros de Economía,
de Filosofía, de Derecho y de Matemáticas, ni los diarios del Che Guevara, ni
el diario de mamá, que narra la incertidumbre que le generaba su primer amor, Rodolfo;
no están tampoco los discos de Chico Ché, de Bronco, de Los Cardenales o de Los
Cadetes, los gustos de papá[1].
En esa imagen de la mesa de cristal no alcanzo a ver si ya está por ahí el
televisor que tantas veces fue mandado a reparar y que tantas alegrías nos dio,
sobre todo a mí cuando me compraron el Nintendo. Esa tarde mi mamá traía puesto
un suéter morado con florecitas, lo usó tanto que sería imposible no
recordarlo.
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