Escrito, tal vez, en febrero de 2018
La
secundaria fue una etapa terrible: el comienzo de un prolongado declive que
terminó hasta que entré a la universidad, con veinticuatro años.
Estaba por cumplir once cuando
dejamos Saltillo. Viajamos con nuestras pertenencias a Xalapa en una camioneta
de redilas; en ese viaje conocí la desdicha y con eso en las espaldas la
adaptación a la ciudad en donde nací sencillamente no se dio (era como casarse
amando a otra mujer).
No fui un niño de excelencia
académica porque era demasiado inquieto, pero en mi boleta siempre aparecían
ochos, nueves y algunos dieces, en Xalapa eso cambió y gracias a ese bajón me
gradué de la primaria con ocho punto siete, pudiendo superar el nueve sin
problemas (puede parecer una nimiedad pero el carajo ya anunciaba que venía).
Mi último año lo cursé con cierto temor: quedé sorprendido al ver que acá en el
sur los maestros golpeaban a los niños, que tenía compañeros de quince años,
que tenía compañeros agresivos de quince años y demasiado despiertos para mi
gusto (para lo que yo conocía del mundo), puesto que imitaban la vida de su
irresponsable entorno adulto, haciendo uso de tabaco, de alcohol y de condones.
Al entrar a la secundaria las cosas no mejoraron, seguía siendo un desconocido,
el nuevo, el que hablaba diferente, el simpático que tenía pegue con niñas a
las que les era prohibido platicar con otros niños, prohibición sin sentido
porque venía de fulanos que ni siquiera hablaban con sus amores platónicos; la
desobediencia de mis amiguitas me provocó persecuciones durante varios recesos.
También fui agredido por ciertos
maestros que, ahora pasados los años, he analizado y llegado a la conclusión de
que fueron personas ruines, sin vocación y a los que me gustaría enfrentar hoy.
En casa las cosas tampoco eran fáciles: papá (un señor de casi 50 años) de
pronto se vio bajo el yugo de mi abuelo (papá llegó a trabajar al rancho en el
que creció) y con el problema de tener un hijo adolescente, que comenzaba a
cuestionar el mundo y las decisiones de los adultos, cosas impensables por
estos rumbos para un niño de esa edad. En esos años fue un hombre ignorante y
enfadado. Fue mi enemigo durante muchos años; hoy es la mejor compañía que
tengo.
Mamá decidió que no pasaríamos hambre, así que dejó el hogar
para trabajar más de 12 horas.
En la secundaria el estudio se
convirtió en estorbo y me dediqué a ver por la ventana para soñar que un
comando entraba a mi escuela y nos mataba a todos; o que a mi maestro de Física
le daba un ataque al corazón, dándonos ese hecho nuestros certificados en
automático; o que a los compañeros que golpeaban a otros se los llevaba la
policía por haber asesinado a sus familias; o que yo era otra persona, a la que
nadie le hablaba.
Mamá no estaba durante el día y papá
solía llegar temprano pero rara vez hablaba con él. En realidad no tenía quien
me escuchara; la ira se fue acumulando. Ya combatía tres frentes y ahora se
gestaba otro: los vecinos del fraccionamiento donde viví buena parte de mi
adolescencia comenzaron a perseguirme sin aparente razón: estaba cagado.
En mi segundo año de secundaria, una vez, un chico de
apellido Valdivia, secuaz de otro bully
al que apodaban Barney, quiso pegarme por nada. Fue durante una mañana de
exámenes finales (ibas a la escuela, presentabas la prueba y te ibas a tu
casa), así que no había mucha gente (ni alumnos ni docentes). Valdivia comenzó
a decir que por qué me creía tanto, que por qué tenía una risa tan burlona, que
por qué estaba ahí («—¿por qué
existes, cabrón? —no sé, yo ya estaba aquí cuando llegaste»). No le pegué pero
sí lo derribé varias veces, lo sometí y me sentí poderoso. Por primera vez dejé
de sentirme vulnerable y en adelante respondí a las agresiones, vinieran de
quien vinieran. Acababa de cumplir 14 años.
Los siguientes a los que detuve su acoso fueron los prefectos
de mi escuela y mi padre. Entonces de pendejo sometido pasé a ser un problema.
Ya escuchaba rock pero descubrí a Marilyn Manson y a Rage Against The Machine,
así que me pinté las uñas de negro, comencé a dejar crecer mi cabello y a
vestir con ropa obscura durante las tardes; tampoco hacía la tarea por jugar Nintendo
y escuchar música y el tiempo sobrante lo invertía viendo Dragon Ball o
aprendiendo a fumar y a disimular el olor. Trataba de no pensar en la escuela y
en los problemas que la envolvían. Ni el señor Manson ni el Nintendo y mucho
menos Dragon Ball eran bien vistos, por violentos (pues qué curioso que el
mundo adulto satanice la violencia cuando la ejerce todos los días. Me tienen
harto, hijos de la chingada).
En tercero de secundaria comencé a juntarme con el Chompi y
con el Choco (Alberto y Toño), el Güero y el Negro, posteriormente. No eran la
mejor compañía, o quizá yo no era la mejor compañía, no pertenecía a su mundo
xalapo precoz maldoso, yo era más bien pícaro, sin malicia; curioso y soñador.
Fue la mezcla de mis nuevos amigos y mi desencanto de la vida lo que me llevó a
reprobar ese año.
Llevaba bien la cuenta: había reprobado Español, Matemáticas,
Inglés, Física y Química, solamente tenía que exponer un tema de Historia para
mi examen final y salvaría el año, claro, siempre y cuando aprobara las
materias referidas durante los extraordinarios. Recuerdo haber estudiado para
esa exposición: tomé notas, lo escribí todo en un cuaderno, lo hice un día
antes. Probablemente la noche anterior al gran día me dormí tarde. Un viernes a
las 10:30 de la mañana mi maestro de Historia dijo mi nombre y yo no estuve
ahí, llegué más de una hora después, creyendo que mi retraso sería perdonado.
No me importó mucho no exponer mi tema, lo di todo por perdido y regresé a
casa.
La desilusión de mi mamá fue grande, no podía creerlo.
Su tenacidad para que no valiera cacahuate mi vida me llevó
a desfilar por dos secundarias para que repitiera el año: la 4, peligrosa por
la zona en la que estaba, y la 5, peligrosa —para mí— por el rígido modelo
educativo aplicado a sus estudiantes. Duré tres y catorce días,
respectivamente. Convencí a mamá de terminar la secundaria en el sistema
abierto, eso era lo que quería desde que supe que había reprobado el año. Estoy
hablando que de junio de 2001 a septiembre de 2002 caí lo más al fondo que se
pudo.
Se suponía que en ese sistema en seis meses terminaba el año
que había reprobado, entonces hice lo que mis estándares dictaban en ese
momento: no fui y reprobé otra vez. Alberto y Toño continuaron sus estudios,
Chompi en prepa de paga y Toño pasó de la secu a la prepa en la misma escuela.
Entre semana iban a visitarme y salíamos a tomar o a dar la vuelta en el coche
de Alberto. Nos metíamos, a veces, en problemas. Nada para alarmarse.
En enero de 2002 me volví a inscribir a la secundaria
abierta y nuevamente mi asistencia fue el tópico a tratar cuando mamá fue por primera
vez por las calificaciones de ese segundo intento. En julio de ese año, el
Chore, primo del Negro, nos invitó a una cena de maestros (durante muchos años
recordé la fecha exacta, hoy sólo sé que fue en julio), pedimos y pedimos vasos
de vino, con nuestras caras lampiñas y nuestras voces de niños. A las cuatro de
la mañana, cuando la fiesta moría, un joven se acercó a nuestra mesa y me
preguntó por una chica: «pues qué pedo», le dije dos veces, y me dio una
cachetada que me hizo saltar de mi silla pedorra de banquete. Los de seguridad
me sacaron y yo lloraba del coraje. Afuera del salón estaba un tío del Negro,
taxista, adicto a la coca e insensato: nos dijo que nos echaba la mano, que
esperáramos al que me había pegado.
Lo vimos salir, esperamos a que diera vuelta a la esquina y
cuando eso pasó el Negro y el Hampton salieron tras él. Crucé junto con Cagón y
Chore el estacionamiento, dimos vuelta a la esquina y ya Negro y Hampton habían
sometido a mi agresor y a su acompañante, que sin deberla terminó bastante
afectado. Recuerdo haberle pateado la cabeza varias veces al que me dio la cachetada,
varias veces hasta que dejó de moverse. Volvimos al taxi extasiados, corriendo.
No nos dimos cuenta que nos vieron varias personas, así que nuestra huida en
realidad fue persecución. Estaba muy cerca de mi casa, lo más prudente habría
sido pedir que me dejaran en ella, pero no. Compramos cervezas cerca de casa
del Negro, a escasas dos cuadras.
Dos patrullas acorralaron al taxi.
Sábado a las siete de la mañana: el
menos afectado, el que no quedó inconsciente por mis patadas, fue a los separos
en donde nos encerraron, nos reconoció a todos y sabíamos que con esa acusación
nuestra estancia podía ser larga. Acababa de cumplir 16 años.
Ese mismo sábado en la tarde nos
llevaron a declarar al Ministerio Público. Cuando nos bajaron de la patrulla,
esposados, vi a mamá y las ganas de abrazarla fueron fustigadas por la mirada
burlona de nuestros custodios y por la realidad de ese instante: yo era
criminal y ese estigma ni siquiera el amor de una madre lo puede deshacer. No
hugs, my man. El regreso a la celda fue lo más pinche: me habían dejado
respirar el aire de afuera, ver a mamá y soñar con dejar atrás el olor a caca
de nuestra celda.
Salí al día siguiente.
Nuestros padres se empecinaron en
demostrarle a la autoridad que nuestras acciones habían sido errores de niños
ebrios, que no merecíamos el castigo de la reclusión. El dictamen médico de mi
agresor (aunque yo también fui su agresor) fue alterado para que nuestra
sentencia fuera menor, de no haberlo hecho habríamos pasado, mínimo, tres años
en la cárcel. Sí, aun siendo menores de edad: ese año en Veracruz había sido
aprobada una ley que permitía juzgar como mayores a los menores de 18, a causa
de que los delitos cometidos por menores se habían vuelto recurrentes en la
ciudad.
Domingo: eran tal vez las nueve de la mañana cuando dijeron
nuestros nombres; nos despedimos de nuestros custodios con la promesa de no
volverlos a ver.
Semanas después el director de la
secundaria abierta nos dio la noticia a mi mamá y a mí: otra vez, probablemente,
iba a reprobar el año. «Su hijo tiene que pasar cinco exámenes
extraordinarios». Esta vez mamá me acompañó y me obligó a estudiar lo de seis
meses en una noche.
Me inscribió en la preparatoria para
la que trabajaba: un subsistema estatal en el cual ella se encargaba del
presupuesto. Otra vez desistí: fui a lo mucho 10 o 14 días. En mi primera
semana sufrí la reprimenda del subdirector, en un auditorio lleno de alumnos a
los cuales se les estaba dando la bienvenida. Yo todavía no tenía uniforme -no
por rebelde sino porque aún no lo había comprado-, el viejo me vio y decidió
utilizarme. Pronto, en una clase, una maestra también quiso reprenderme por
llevar el cabello largo y aseguró que yo iba a ocasionarle muchos problemas.
«Pues no se preocupe, vieja pendeja, yo ya me voy», recuerdo haber pensado.
Dejé de asistir. Salía de casa con
el uniforme puesto pero con ropa y tenis en la mochila, me cambiaba apenas me
alejaba de mi cuadra y me dedicaba a merodear por ahí, a veces en patineta; a
veces, también, hacía tempranas visitas a mis amigos, estaba con ellos hasta
que dieran las nueve o diez de la mañana y volvía a casa, a dormir o a jugar
Play Station. Otra vez a mamá le dieron la noticia: su hijo no asiste a clases.
N/P en color rojo en mi boleta de calificaciones, «no sé por qué está así la
boleta si sí he asistido». Un argumento tan débil no podía engañarla pero no se
me ocurrió algo mejor. Para septiembre de 2002 había dejado la prepa y yo no sé
por qué me tuvieron tanta paciencia.
Recuerdo que una noche de octubre
platiqué con ella acerca de la posibilidad de irme de Xalapa, la verdad no me
estaba yendo nada bien y la relación con papá no podía ser peor. En el fondo no
quería separarme de mis padres pero sabía que si me quedaba podía acabar mal. Aceptó
y acordamos que me fuera a Monclova, con una tía. Alisté todo y un viernes o
sábado, 1 o 2 de noviembre, salí de casa con papá (enfadado y sin hablarme) y
con mamá hacia Tampico en un vochito rojo que nos duró bastantes años. En el
camino, tal vez por Poza Rica, nos encontramos con la cola de un huracán que
hizo más dramático el viaje.
Una vez en la central de autobús,
esperamos poco más de una hora para que saliera mi camión hacia Monclova. Mamá
lucía tranquila, papá seguía sin hablarme y yo sólo quería partir. Al cuarto
para las nueve de la noche me despedí sólo de mamá (a esto quería llegar con mi
relato y al parecer mi llanto lo sabía), subí al autobús y por la ventana la vi
de pie, agitando su mano izquierda. Recuerdo haber sentido algo muy similar el
día que falleció: lloré muy poco si lo comparo con la tristeza que me
despertaba separarme de ella. Así que la vi, y la vi y la vi hasta que el
autobús se enfiló hacia la salida.
Nunca me puse a pensar en todo esto,
es decir, mi partida a los 16 años, siendo un niño aún. Todo fue la culminación
de años de tropiezos y de nulo entendimiento entre la sociedad y yo. Nunca pude
adaptarme a la vida del sureste ni a la idiosincrasia de su gente, nunca pude
formular mis disgustos ni hacerle ver a mi entorno que el que estaba mal era él
(entra aquí su machismo, su ignorancia, su ansiedad, su agresividad). Nunca me
puse a pensar que mi exilio le rompió el corazón a mi mamá, a la persona más
noble que he conocido, que con el viaje en realidad no estaba salvando sino
perdiendo a su hijo, y que cada día que estuve lejos debió lacerarle la mente.
Ese día en el andén de Tampico supe de un dolor que reconocí 15 años después.
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