Escrito el 2 de abril de 2020
Mucho
tiempo renegué de todo y de todos: de mi papá, de la escuela, de mi madre
cuando me di cuenta que justificaba la violencia de mi padre, de un primer
grupo de amigos cuando me di cuenta de su hipocresía, de su analfabetismo y
nulo interés en ayudar a los demás, después de otro grupo de amigos cuando en
ellos noté cierta maldad, cierto placer al molestarse entre amigos. Luego me di
cuenta de la nula educación de mis vecinos y en las mujeres empecé a ver cierto
dramatismo que también comenzó a molestarme, sin embargo nunca me alejé de
ellas, sencillamente porque era un chico de 18 años y el sexo me tenía loco. Al
trabajar, supe de ese abuso de los patrones y de la desigualdad que día a día
se marca entre empleado y empleador, y así, mientras convivía con el mundo me
di cuenta de lo distintos que éramos.
Hoy me doy cuenta que después de tanto reniegue de mi parte,
desdeñando compañías, puedo decir que disfruté a cada una de las personas con
las que estuve; a ratos rompieron mi soledad y creo que de todos aprendí algo.
Hoy, después de algunos años, daría lo que fuera por volver en el tiempo; no
hace mucho dije lo mismo cuando escribí acerca de Diana, supongo que me está
pasando aquello que dicen los psicólogos de que extrañar al pasado es peligroso
en tanto no te deja gozar del presente, pero es que mi presente ahora mismo es
desértico. La diferencia mayúscula entre el ayer y el hoy radica en que ya no
veo a mis amigos y ya no está mamá conmigo, toda vez que sigo pasando mucho
tiempo en casa. Me queda únicamente la compañía de mi viejo, que sé muy bien un
día no muy lejano va a partir, y cuando eso pase ¿qué? Mi vida quedará replegada
a convivir con libros, y está cool, pero socializar es importante. Lo sé muy
bien. Tener y ver a mis amigos me salvó, seguramente, de depresiones más
severas cuando dejé de estudiar entre los 16 y los 22.
Lo cierto es que no sé cómo hacer para integrarme al mundo
cuando cargo todavía con un dolor muy grande. He tratado, lo juro que he
tratado, sin embargo, cuando las cosas no van bien, de lo único de lo que tengo
ganas es de recluirme. Me gusta mucho soñar y a veces, en ese ejercicio, se
cuelan mis recuerdos, y entonces dejo de desear el futuro y permito que se plante
mi pasado. A veces me pesan mucho las vidas que no tuve, las vidas que me fueron
arrancadas y las posibles vidas que yo maté con mis acciones. Norma un día me
dijo que parezco un muerto que no demuestra emociones ni frustraciones, que no
dice nada, que vive en automático, y tal vez tiene razón. Estoy muerto porque
he perdido muchas vidas, y de todas me lamento. Lamento no haber crecido en
Saltillo, y también lamento haber sido cruel con mis amigos, aun cuando ellos
lo hayan sido conmigo, impidiendo esto tal vez prolongar la amistad con
muchísimas personas; lamento haber perdido las esperanzas con mi familia cuando
se rompió y no haber convivido más con mis padres; lamento esa otra vida
académica que pude tener de muy joven y no tuve hasta de grande; lamento haber
comprometido mi futuro y mi paz mental al tener una hija con la persona menos
indicada; lamento lo que fue y lo que no de mi vida; pero lo que más lamento es
esa otra mitad de mi vida en la que no estará mi mamá, qué duro es, en serio.
No es que tenga pensamientos suicidas pero a veces pienso en que no me
importaría morir, no hay muchas cosas ya en este mundo que me importen, sólo mi
padre, algunos amigos y mis ganas de aprender, es difícil aprender si estás
muerto, así que de preferencia hay que permanecer con vida. Entonces sí, de
tantas vidas que he perdido, raro sería que no parezca muerto.
En la primaria, en Saltillo, le temí a un niño llamado
Rogelio desde que golpeó mi estómago; vagamente recuerdo que quise impresionar
a una niña retándolo, pero más que reto era un juego, él no lo entendió así y
ello me valió saber lo que se siente que te saquen el aire. Después, ya en
Xalapa, le temí a otro cuyo nombre no recuerdo, sólo me acuerdo que era pelón y
que jaloneó mi cabello para después comenzar a llamarme piñata. En la
secundaria fueron varias las agresiones, primero comenzaron a decirme maricón
(nada más por defender a un compañero de un montón al que no le pareció mi
acto), después Giovanni, uno de mi salón, atacando por la espalda, me tiró al
piso porque según él yo había agredido a una amiga suya; posteriormente, chicos
de preparatoria quisieron golpearme por ser novio de Carmen, una chica que
llamaba la atención por sus pechos, así que puedo decir que casi me golpearon
por protuberancias que ni siquiera estaban plenamente desarrolladas; luego,
otro más, por otra chica que ni siquiera me gustaba. Hay más, desde luego, pero
en otra oportunidad escribiré de ellos. En casi todos esos escenarios lloré de
miedo, porque no había quien me defendiese y porque ciertamente yo no sabía
conducirme violentamente, ni con palabras ni con madrazos. A eso había que
añadir que en casa mi padre tenía cuando menos dos años que me golpeaba (a
partir de los 11), no con recurrencia, pero digamos que cuando llegaba a
desesperarse no dudaba en emplear la fuerza, desmedidamente, debo decir, porque
llegó a romperme los labios, a pegarme con cables o a destruir artefactos como
el ventilador cuando no controlaba lo que hacía. En la calle fue igual, con jóvenes
que, tratando de demostrar su frágil hombría, intentaron usarme para hacer
efectivo su ritual de iniciación social masculina a base de golpes.
Y así hasta que se fueron todos a la verga cuando cumplí 14.
A mi papá un día le hice saber que nunca más me pondría un dedo encima (nunca
le pegué, pero lo sometí varias veces y una vez incluso le puse la rodilla en
el cuello para que no pudiera levantarse, lo insulté y por temporadas dejé de
hablarle); mis amigos y los desconocidos de la calle supieron con qué facilidad
pueden sangrar las cejas y con cierto arrepentimiento confieso que hubo otros a
los que dejé inconscientes puesto que los golpeé alcoholizado. Incluso a Julio,
un amigo que es para mí como un hermano, un día lo azoté contra el piso después
de que me pegara una patada que ni me dolió y que por tanto debí dejar pasar. Julio
rengueó durante una semana por esa violencia absurda.
Y a pesar del párrafo anterior, lo cierto es que a veces creo
que el mundo ha sido un tanto hostil conmigo. Creo que mi desprecio y mi
violencia hacia con el mundo fue inevitable en tanto éste fue estúpidamente
inclemente. En esos años, mi entorno me enfermó y yo lo maté a golpes (casi
literalmente en una ocasión), llevándome ello, sin remotamente desearlo, al
comienzo de mi muerte lenta, que define lo que hoy soy, toda vez que la
violencia no forma parte de mi esencia, fue algo adquirido que tuve que emplear
para defenderme y que sin embargo terminó por afectarme.
23:20
h. Y entonces concluyo, media hora después de escribir todo lo anterior,
media hora después de reflexionar sobre lo que acabo de sacar, que si durante
todos estos años he estado muriendo, ciertamente ha sido porque he estado
enfermo: de nostalgia, de enojo y de tristeza. Esto es importante, porque creo
que nunca fui tan al fondo de mi conciencia, y si bien ahora mismo no se me
ocurre una solución para lo que me está y ha estado pasando a lo largo de mi
vida, al menos ahora tengo detectado el origen, y quizá por ahí encuentre la
forma de otra vez sonreír genuinamente, de mirarme al espejo y tener la certeza
de que todo está bien; ya no de engañarme ni tratando de llenarme de objetos o
de personas que no necesito.
Y a esta conclusión he de dar gracias a mi madre, que me
dio tantos consejos, que me regaló tantas noches de charla, de cátedra. A la
que quisiera traer de vuelta para aprovechar al máximo su ser, para darle todos
los besos que no le di, para oler y tocar ese antebrazo que tanta seguridad y
paz me transmitía, para escuchar su risilla, para ver películas juntos, para
cantar y bailar las de Creedence, Beatles y Red Hot Chilli Peppers. Se me
cierra la garganta cada que escribo sobre ella, a tal grado que me duele. Sin
embargo, considero necesario continuar con este ejercicio, pues me permite
sacar cosas de muy, muy, muy adentro.
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