jueves

Triste

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito el 2 de abril de 2020

Mucho tiempo renegué de todo y de todos: de mi papá, de la escuela, de mi madre cuando me di cuenta que justificaba la violencia de mi padre, de un primer grupo de amigos cuando me di cuenta de su hipocresía, de su analfabetismo y nulo interés en ayudar a los demás, después de otro grupo de amigos cuando en ellos noté cierta maldad, cierto placer al molestarse entre amigos. Luego me di cuenta de la nula educación de mis vecinos y en las mujeres empecé a ver cierto dramatismo que también comenzó a molestarme, sin embargo nunca me alejé de ellas, sencillamente porque era un chico de 18 años y el sexo me tenía loco. Al trabajar, supe de ese abuso de los patrones y de la desigualdad que día a día se marca entre empleado y empleador, y así, mientras convivía con el mundo me di cuenta de lo distintos que éramos.

Hoy me doy cuenta que después de tanto reniegue de mi parte, desdeñando compañías, puedo decir que disfruté a cada una de las personas con las que estuve; a ratos rompieron mi soledad y creo que de todos aprendí algo. Hoy, después de algunos años, daría lo que fuera por volver en el tiempo; no hace mucho dije lo mismo cuando escribí acerca de Diana, supongo que me está pasando aquello que dicen los psicólogos de que extrañar al pasado es peligroso en tanto no te deja gozar del presente, pero es que mi presente ahora mismo es desértico. La diferencia mayúscula entre el ayer y el hoy radica en que ya no veo a mis amigos y ya no está mamá conmigo, toda vez que sigo pasando mucho tiempo en casa. Me queda únicamente la compañía de mi viejo, que sé muy bien un día no muy lejano va a partir, y cuando eso pase ¿qué? Mi vida quedará replegada a convivir con libros, y está cool, pero socializar es importante. Lo sé muy bien. Tener y ver a mis amigos me salvó, seguramente, de depresiones más severas cuando dejé de estudiar entre los 16 y los 22.

Lo cierto es que no sé cómo hacer para integrarme al mundo cuando cargo todavía con un dolor muy grande. He tratado, lo juro que he tratado, sin embargo, cuando las cosas no van bien, de lo único de lo que tengo ganas es de recluirme. Me gusta mucho soñar y a veces, en ese ejercicio, se cuelan mis recuerdos, y entonces dejo de desear el futuro y permito que se plante mi pasado. A veces me pesan mucho las vidas que no tuve, las vidas que me fueron arrancadas y las posibles vidas que yo maté con mis acciones. Norma un día me dijo que parezco un muerto que no demuestra emociones ni frustraciones, que no dice nada, que vive en automático, y tal vez tiene razón. Estoy muerto porque he perdido muchas vidas, y de todas me lamento. Lamento no haber crecido en Saltillo, y también lamento haber sido cruel con mis amigos, aun cuando ellos lo hayan sido conmigo, impidiendo esto tal vez prolongar la amistad con muchísimas personas; lamento haber perdido las esperanzas con mi familia cuando se rompió y no haber convivido más con mis padres; lamento esa otra vida académica que pude tener de muy joven y no tuve hasta de grande; lamento haber comprometido mi futuro y mi paz mental al tener una hija con la persona menos indicada; lamento lo que fue y lo que no de mi vida; pero lo que más lamento es esa otra mitad de mi vida en la que no estará mi mamá, qué duro es, en serio. No es que tenga pensamientos suicidas pero a veces pienso en que no me importaría morir, no hay muchas cosas ya en este mundo que me importen, sólo mi padre, algunos amigos y mis ganas de aprender, es difícil aprender si estás muerto, así que de preferencia hay que permanecer con vida. Entonces sí, de tantas vidas que he perdido, raro sería que no parezca muerto.

En la primaria, en Saltillo, le temí a un niño llamado Rogelio desde que golpeó mi estómago; vagamente recuerdo que quise impresionar a una niña retándolo, pero más que reto era un juego, él no lo entendió así y ello me valió saber lo que se siente que te saquen el aire. Después, ya en Xalapa, le temí a otro cuyo nombre no recuerdo, sólo me acuerdo que era pelón y que jaloneó mi cabello para después comenzar a llamarme piñata. En la secundaria fueron varias las agresiones, primero comenzaron a decirme maricón (nada más por defender a un compañero de un montón al que no le pareció mi acto), después Giovanni, uno de mi salón, atacando por la espalda, me tiró al piso porque según él yo había agredido a una amiga suya; posteriormente, chicos de preparatoria quisieron golpearme por ser novio de Carmen, una chica que llamaba la atención por sus pechos, así que puedo decir que casi me golpearon por protuberancias que ni siquiera estaban plenamente desarrolladas; luego, otro más, por otra chica que ni siquiera me gustaba. Hay más, desde luego, pero en otra oportunidad escribiré de ellos. En casi todos esos escenarios lloré de miedo, porque no había quien me defendiese y porque ciertamente yo no sabía conducirme violentamente, ni con palabras ni con madrazos. A eso había que añadir que en casa mi padre tenía cuando menos dos años que me golpeaba (a partir de los 11), no con recurrencia, pero digamos que cuando llegaba a desesperarse no dudaba en emplear la fuerza, desmedidamente, debo decir, porque llegó a romperme los labios, a pegarme con cables o a destruir artefactos como el ventilador cuando no controlaba lo que hacía. En la calle fue igual, con jóvenes que, tratando de demostrar su frágil hombría, intentaron usarme para hacer efectivo su ritual de iniciación social masculina a base de golpes.

Y así hasta que se fueron todos a la verga cuando cumplí 14. A mi papá un día le hice saber que nunca más me pondría un dedo encima (nunca le pegué, pero lo sometí varias veces y una vez incluso le puse la rodilla en el cuello para que no pudiera levantarse, lo insulté y por temporadas dejé de hablarle); mis amigos y los desconocidos de la calle supieron con qué facilidad pueden sangrar las cejas y con cierto arrepentimiento confieso que hubo otros a los que dejé inconscientes puesto que los golpeé alcoholizado. Incluso a Julio, un amigo que es para mí como un hermano, un día lo azoté contra el piso después de que me pegara una patada que ni me dolió y que por tanto debí dejar pasar. Julio rengueó durante una semana por esa violencia absurda.

Y a pesar del párrafo anterior, lo cierto es que a veces creo que el mundo ha sido un tanto hostil conmigo. Creo que mi desprecio y mi violencia hacia con el mundo fue inevitable en tanto éste fue estúpidamente inclemente. En esos años, mi entorno me enfermó y yo lo maté a golpes (casi literalmente en una ocasión), llevándome ello, sin remotamente desearlo, al comienzo de mi muerte lenta, que define lo que hoy soy, toda vez que la violencia no forma parte de mi esencia, fue algo adquirido que tuve que emplear para defenderme y que sin embargo terminó por afectarme.

23:20 h. Y entonces concluyo, media hora después de escribir todo lo anterior, media hora después de reflexionar sobre lo que acabo de sacar, que si durante todos estos años he estado muriendo, ciertamente ha sido porque he estado enfermo: de nostalgia, de enojo y de tristeza. Esto es importante, porque creo que nunca fui tan al fondo de mi conciencia, y si bien ahora mismo no se me ocurre una solución para lo que me está y ha estado pasando a lo largo de mi vida, al menos ahora tengo detectado el origen, y quizá por ahí encuentre la forma de otra vez sonreír genuinamente, de mirarme al espejo y tener la certeza de que todo está bien; ya no de engañarme ni tratando de llenarme de objetos o de personas que no necesito.

Y a esta conclusión he de dar gracias a mi madre, que me dio tantos consejos, que me regaló tantas noches de charla, de cátedra. A la que quisiera traer de vuelta para aprovechar al máximo su ser, para darle todos los besos que no le di, para oler y tocar ese antebrazo que tanta seguridad y paz me transmitía, para escuchar su risilla, para ver películas juntos, para cantar y bailar las de Creedence, Beatles y Red Hot Chilli Peppers. Se me cierra la garganta cada que escribo sobre ella, a tal grado que me duele. Sin embargo, considero necesario continuar con este ejercicio, pues me permite sacar cosas de muy, muy, muy adentro. 

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