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Un maldito azar y la venganza

Publicado el 9 de julio de 2020

Escrito el 16 de abril de 2020

En junio de 1996, un año después de la muerte de mi abuelo Justo, imagino yo que las cosas en casa apenas se estaban asentando.

En ese junio yo estaba por concluir el cuarto grado de primaria y había recibido mi cinta naranja en el karate (era muy feliz), mi padre en su trabajo se movilizaba para formar un sindicato de operadores, en tanto que mi madre batallaba con una depresión causada por la partida del viejo (la recuerdo triste, escuchando durante las tardes cassettes que grabó mi abuelo, llorando medio a escondidas. No me acuerdo de las canciones y no sé dónde quedaron esas cintas).

La vida, pues, transcurría en el desierto. Mi padre, después de haber sido campesino durante toda su vida, se había encontrado en Saltillo con un mundo tan fenomenal como peligroso: una ciudad ya inmensa en aquel entonces, con miras a la industrialización, pero que, como muchas otras, no era capaz de otorgarle calidad de vida a todos sus habitantes, creando acelerada y desordenadamente espacios llenos de miseria.

Todos sus compañeros de ruta tenían apodos y algunos adicciones a la mariguana, a la cocaína, a la heroína y, naturalmente, como buenos norteños, al alcohol. Los apodos, sobrepuestos en un entorno netamente obrero, de barrio, de cierta marginalidad, eran una maravilla semántica: el Catrín, el Ropero, la Pata, el Bañao, el Azuceno, entre otros que ahora no me vienen a la memoria. A mi papá le decían el Sureño (claro, por ser de Veracruz; de hecho mi padre nunca lo asoció con algo negativo pero en realidad lo estuvieron ofendiendo muchos años) o Cadena (su segundo apellido), mientras que su patrón, Mario Tijerina, le decía el Borrao por tener unos ojos medio caídos que sin duda heredé.

Trabajaba mucho y por ello casi nunca estaba en casa. Antes de ser chofer en el transporte urbano estuvo en un rancho a las afueras de Saltillo (un poblado que de hecho ya era Nuevo León y que se llama San Rafael), que exigía igualmente mucho tiempo, esto en determinado momento le causó problemas con mi madre pues debía permanecer en ese rancho varios días a la semana. Yo era aún un bebé y por tanto no recuerdo haber vivido tal circunstancia. Durante esa temporada vivimos en Saltillo 400, esa colonia a donde iba con Diana a probar aquello del amor.
            
Fue el padre Mario Molina, tío de mi tío Jorge, quien le consiguió ambos empleos. Era un cura muy respetado por la comunidad saltillense.
            
En el norte suele decirse que «jalo de primera», o que «ando jalando en segunda», y los más desdichados, que «jalo en tercera». Mi papá, jalando de primera, se despertaba a las cuatro de la mañana, dos horas y media antes de entrar a su turno, para hacer una corrida clandestina que le permitiera ganarse un extra («la vida en aquel entonces era muy cara; la comida era muy cara en Saltillo», me dice hoy). Y así, con unos pesos ya en la bolsa, comenzaba su turno. Vueltas y vueltas que iban de una periferia desértica y pobre hacia el centro de la ciudad y viceversa. Si le tocaba jalar en primera, su turno terminaba a la una de la tarde y a las dos ya estaba en casa. Casi siempre llegaba a comer y después dormía. Si jalaba en segunda, tenía que cubrir de la una a las ocho o nueve de la noche. Misma ruta, diferentes sombras que dibujaba el sol.  En ocasiones lo acompañé y supe de una formación de colonias que en nada se parecían a la mía. Valle Escondido, la Anáhuac, la Guayolera, todas ellas páramos de caminos terrosos y chipotudos puestos a fuerza por las llantas de los camiones; y a los lados, casas de adobe, lejos de la vía, algunas con anuncios pequeños de Coca Cola, denotando pues que eran tienditas. Siendo periferia, era natural que albergara cierto mal: en tales colonias había una plaga de pandilleros que se subía en bola a los camiones sin pagar (ésta la más inofensiva de sus acciones).


Hablamos de finales de los 80 y de principios de los 90. En el norte se había reproducido mucha de la cultura de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, incluida su moda. Solían usar sudaderas, gorras, playeras y pants de equipos de basquetbol, beisbol y futbol americano. Los equipos más populares en aquel entonces fueron los Toros de Chicago, de Michael Jordan, los Dodgers de Los Ángeles, de Fernando Valenzuela, y los Raiders de Oakland, que no tenían en aquel entonces una figura mediática pero sí gozaban de prestigio (por haber sido en los 70 y en los 80 un equipo ganador de superbowls y conformado por jugadores ciertamente extrovertidos y que se distinguieron por ser bastante rudos dentro y fuera del campo —en México Fernando Von Rossum les puso el apodo de «los Malosos de Oakland» por esa razón) y de los efectos de la empatía de la gente, sencillamente porque el equipo era portador de colores y logotipo singulares: el jersey era negro en tanto que el logo estaba compuesto por un pirata con un parche en el ojo, y qué mejor símbolo de rudeza que lo negro y lo pirata. Pero tal vez esa no fue la causa por la que los pandilleros de Saltillo tomaron a los Raiders de Oakland como referentes de moda y estilo.

El grupo de rap n.w.a. (Niggaz With Attitude), de donde salieron Ice Cube, Dr. Dre y el finado Eazy-E (hay una película sobre ellos que más o menos complace a la experiencia estética, que se titula Straight Outta Compton), se apropió de los colores y de todos los souvenirs de tal equipo precisamente para dar una apariencia de rudeza a todos sus miembros, pero también para dar una respuesta al racismo y al abuso policial del que fueron víctimas en determinado momento. Así, contestaron a la discriminación no sólo con un color negro revestido de coolness que evocaba a las Black Panthers de los 60, también emplearon canciones como Fuck the Police y todo en su conjunto no fue sino el símbolo de una comunidad que veía imparable el incremento de ejercicios de discriminación y de violencia hacia con ella.

Pero como pasa con todo movimiento social, sobre todo si proviene del reino del capitalismo, la cosa se desvirtuó y tanto los colores como el logo de los Raiders de Oakland realizaron la transición hacia la cultura popular, dejando en el camino la intención que en principio tuvo el uso de las prendas. Fue así que comenzaron a usarlas por igual blancos racistas y latinoamericanos despatriados, ninguno de ellos enterado del todo del movimiento de N.W.A., llegando la ola de esa moda hasta los mexicanos inmigrantes, que cuando tuvieron oportunidad de volver a las fronterizas ciudades de México llevaron las cachuchas y las chamarras gigantes de esos negros enfadados a las calles de todos nosotros.


Tuve mi primera gorra de los Raiders gracias al descuido de un cholo que la olvidó en un camión que papá conducía. Desde luego se trataba de una copia, comprada seguramente en la pulga, pero la amé durante muchos años. Era negra y bordadas tenía las letras «Raiders» en amarillo, en la parte frontal; a un costado los años en que fueron campeones (sólo tres veces y así permanecen) y al otro, el logo del pirata; en tanto que la parte interna de la visera era verde. Siempre la usé al revés, como los pandilleros, y siempre me dijo mi padre que me la pusiera bien. Y siempre que salí de su vista la acomodé hacia atrás. Después, por otro descuido de otro cholo, tuve una sudadera de los Chicago Bulls, también pirata: gris el fondo y unas líneas rojas que lo atravesaban, y al centro, el logo: un toro rojo con cara de enojado. Me la tuvieron que arreglar porque me quedaba muy grande; también la amé. Y, finalmente, después de mucho de insistir, en la pulga (el tianguis saltillense donde el obrero compraba sus prendas), vi cómo mi padre pagaba lo equivalente a varios días de trabajo por una gorra de los Raiders blanca con partes grises y negras, con un balón de futbol americano y un logo gigante al frente bordados.

Yo abracé, sin saberlo, a una cultura que después sería agresora de mi padre y explicaré por qué.

Óscar, el Chiquilín, era un compañero de mi papá que no despertaba muchas empatías, me parece que por su origen, creo que era de San Luis Potosí. Por ese chovinismo norteño, todo lo que está al sur de los estados fronterizos no es bien visto, por tanto, era normal que al Chiquilín no lo aceptaran. Pero a mi padre, que tenía otra cultura, ciertamente menos viciada, no le importó y estableció amistad con Óscar, a tal grado que en alguna ocasión, cuando el nexo fue más fuerte, el Chiquilín invitó a comer a mi papá a su casa (una comida que quedó pendiente por siempre), y además, seguramente en algún descanso entre ruta y ruta, le contó de cierta condición médica de su pequeña hija: tenía problemas en el corazón.

Cuenta mi padre que como nadie quería al Chiquilín, nadie quería trabajar con él, es decir, nadie lo quería ni adelante ni detrás en la ruta. Sólo mi padre lo aceptó. El chiquilín le dijo: «déjame trabajar contigo, lo voy a hacer bien».

No sé cuántas semanas o meses llevaba fraguándose esa amistad, pero ciertamente se cortó de tajo. Un día de junio mi padre hizo la parada en las afueras de un hospital en donde la esposa y la hija enferma de Óscar subieron al camión.

Las saludó y emprendió el camino.  

En Valle Escondido dijeron «en la parada, por favor». La niña y su madre descendieron. Mi padre, enterado de que sus pasajeras habían llegado a su destino, arrancó sin percatarse que la niña había escapado de la mano de su madre, arrollándola y causándole la muerte. Un chofer que venía detrás de mi papá llegó a los pocos minutos. Le dijo: «vete, Cadena, vete porque te van a trabar 20 años en el bote». Mi papá sabía muy bien que había sido un accidente y decidió quedarse.

«Me encerraron en una celda con un montón de malandros y pensé que me iban a madrear, ya después me cambiaron a otra en donde estuve ligeramente más tranquilo». Mi madre, mi tío Jorge y uno de sus hermanos, Raúl; su patrón Mario Tijerina y demás personas pronto se dieron a la desesperada tarea de ayudarlo. Me parece que llevaba preso un día cuando a los separos llegó el Chiquilín, destrozado, para retirar los cargos.

—Estás libre, cabrón. Y no quiero que me vuelvas a hablar.
—Pero fue un accidente, yo no tuve la culpa.
—Ya te dije que no quiero que me vuelvas a hablar. No te quiero ver. Y si me vuelves a hablar te parto tu madre.

La niña y su madre habían descendido en Valle Escondido porque ahí vivía una de sus abuelas e iban a visitarla. Y no sólo la abuela, había otros parientes, como la Crema, tío o primo de la niña. Un pandillero al que mi papá describe como «un tipo feo, con tatuajes en la cara, con una cola de caballo que le llegaba a la cintura; tenía marcas de varicela en la frente, la tenía bastante desmadrada, y aparte estaban sus cicatrices, tenía muchas, de que nomás se andaba rompiendo la madre con cualquier cabrón. Ese era un pandillero y no chingaderas. Siempre se subía sin pagar, él y todos los malandros que lo acompañaban».

Libre mi padre, sus compañeros lo llevaron a emborracharse (también fue mi tío Jorge). Había que celebrar su renacimiento. No creo que hubiese sido, ya no digamos lo justo, lo correcto, sin embargo así fue. Pronto, después de unos días de descanso, mi padre volvió a la ruta.
            
Los intentos de asalto se habían convertido en algo común. Los choferes, de origen tan marginal como los mismos pandilleros, solían danzar con ellos en los pasillos de los autobuses, una danza que involucraba precisos movimientos para evitar los filos de los cuchillos. Y así, cuidando que los pies no chocaran con las patas de los asientos puesto que ello significaba una peligrosa caída, los choferes, más bragados que sensatos, disputaban con los cholos la ganancia del día. Javier, un señor blanco, greñudo y barbón del que no recuerdo su apodo, solía defenderse de los pandilleros pero también establecía con ellos falsas amistades para así ganárselos y que fuese más remota la posibilidad de sufrir, en su caso, intentos de asalto. Fue Javier quien le advirtió a mi padre que la Crema planeaba matarlo. Javier trató de persuadirlo diciéndole que «el Sureño es buena persona, no te metas con él, además el Chiquilín le dio el perdón, no te metas en pedos».
            
Pasados tres meses, mi padre continuaba haciendo su trabajo, tratando de pasar el trago amargo que supuso causar accidentalmente la muerte de una menor. En septiembre de ese mismo año, una noche, en la última vuelta, en Valle Escondido, cuatro cholos, entre los que no estaba la Crema, se subieron al camión, obviamente sin pagar. Mi padre condujo con cierto temor durante un buen tramo hasta que finalmente pasó lo inevitable: con el pretexto de quitarle el dinero, comenzaron a golpearlo. Papá logró levantarse de su asiento y empezó a repartir golpes, pero no estaba tan curtido en el mañoso arte de la pelea callejera, así que en un descuido, por no saber danzar, cayó al suelo y los cholos fueron sobre él. Rompieron sus lentes y acuchillaron su espalda. No sé si algo los asustó o la inclemencia no llegó a sus cabezas pero se fueron, dejando a mi padre en el suelo.
            
Recuerdo el día posterior: yo desde el marco de la puerta del baño viendo a mi padre yéndose de casa con una camisa gris y un pantalón de mezclilla azul, con un folder en la mano. Se fue a declarar los hechos al ministerio público.
            
Pero nada en la periferia se queda sin saldar. Enterados los compañeros de lo que le había pasado a mi padre, decidieron llenar un camión con hombres armados con ladrillos, bates de beisbol, cadenas y demás artefactos madreadores. Fueron a clamar venganza dos noches después del asalto en Valle Escondido: rompieron ventanas, puertas y las caras de los agresores de mi padre. Aquí sí creo que fue justo mas no correcto, y mucho menos legal, sin embargo así fue.
            
Ocurridos tantos sucesos ciertamente traumáticos, no fue raro que papá comenzara a ver en el horizonte la posibilidad de cambiar de aires. Pronto en su cabeza se instaló la idea de dejar Saltillo, idea que fue reforzada por la constante presencia en el camión de la Crema, que seguía subiéndose sin pagar y sentándose en los asientos del medio con sus compinches. Mi padre cuenta que tales momentos fueron de mucha tensión, porque advertido ya por Javier, pensaba  que en cualquier momento iba a ser atacado, así que con muchísima recurrencia tenía que ver por el espejo para asegurarse de que la Crema seguía sentado.
            
En febrero de 1997 mi padre renunció puesto que la mudanza a Veracruz era ya un hecho. Mario Tijerina trató de convencerlo, ofreciéndole incluso un cambio de ruta, pero a mi padre ya le habían advertido otros, no sólo Javier, que la Crema no desistía en sus intenciones de matarlo. Así que un cambio de ruta no iba a ser efectivo, dice hoy él, porque me habrían seguido a donde fuera, esos cabrones andaban por toda la ciudad, asaltando a los choferes cuando tenían oportunidad.
            
Así que hoy puedo entender perfectamente lo de la cachucha al revés: que mi padre me viese vestido como ellos seguramente le generaba un corto circuito.

Y entonces así fue: un maldito azar y la venganza destruyeron el reino de nuestra familia.

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